Un estudio llevado a cabo por investigadores
de la Universidad de Adelphi, en Nueva York, ha revelado lo
que parece una compleja forma de cirugía craneal sobre algunos
de los restos humanos descubiertos por los arqueólogos en
el yacimiento de Paleokastro, en la isla griega de Tassos.
Los huesos pertenecen a cuatro mujeres y seis hombres de elevado
estatus social y proporcionan valiosa información sobre las
actividades físicas y los traumatismos que sufrieron estas
personas.
Al parecer, los restos humanos descubiertos
en Paleokastro pertenecen a un grupo de arqueros a caballo
que lucharon a las órdenes del Imperio romano de Oriente durante
el turbulento período protobizantino, entre los siglos IV
al VII d.C. Según el antropólogo Anagnostis Agelarakis, autor
del estudio, "el lugar de enterramiento, la arquitectura del
templo del lugar (naiskos) y la construcción de las tumbas
son espectaculares".
"Las características anatómicas de los esqueletos
de los individuos aquí enterrados, tanto hombres como mujeres,
sugieren que vivieron vidas exigentes. Los casos más graves
de traumatismos de estas personas fueron tratados quirúrgica
y ortopédicamente por médicos especialistas en este tipo de
problemas. Creemos que se trataba de médicos militares", afirma
el antropólogo.
Por lo que respecta a la cirugía craneal realizada
sobre uno de los cráneos masculinos descubiertos en el yacimiento,
Agelarakis sugiere que "incluso a pesar de la gravedad del
caso hubo un importante esfuerzo por parte del cirujano para
intentar salvar a este individuo. Posiblemente el herido era
un importante personaje de la ciudad".
Agelarakis y sus colegas han podido extraer
importantes datos médicos y quirúrgicos, así como paleopatológicos
de esta "extraordinaria cirugía de cuello y cráneo, y de los
grandes esfuerzos que se llevaron a cabo para realizarla".
Posiblemente el arquero sufrió una infección y esa fue la
causa de la intervención quirúrgica. Pero a pesar del intento
de salvarle la vida, el individuo murió durante la operación
o poco tiempo después según los estudios arqueológicos.

Fue en Grecia donde, a partir de la actividad
de Hipócrates, la medicina comenzó la búsqueda de una explicación
racional de las enfermedades, atendiendo a sus síntomas para
formular un diagnóstico y ofrecer el tratamiento más adecuado.

La curación de las heridas de guerra impulsó
el desarrollo de la medicina. En la imagen, Aquiles vendando
las heridas de Patroclo durante la guerra de Troya. Copa de
Sosias. Siglo V a.C.

Higiea, sentada junto a su padre Asclepio, da
de comer a una serpiente. Este animal, emblema del dios, era
empleado en los rituales curativos de sus santuarios.

En la cabecera del lecho de una mujer enferma
aparecen Asclepio, que le impone sus manos, y su hija Higiea.
La escena corresponde a un relieve votivo procedente del santuario
de este dios en El Pireo, fechado hacia 400 a.C.

Teatro de Epidauro. Este magnífico teatro, del
siglo iv a.c. acogía los certámenes en honor del dios de la
medicina Asclepio.

La ciudad de Pérgamo, de la que aquí vemos las
ruinas del templo de Trajano, albergaba un famoso santuario
de Asclepio, donde Galeno comenzó sus estudios de medicina.

Cura de una luxación de la columna vertebral.
Peri Arthron. Biblioteca Medicea Laurenciana, Florencia.
Macaón y Podalirio, que atienden a los heridos
griegos en la guerra de Troya, son los dos primeros médicos
griegos cuyo nombre conocemos. La Ilíada los recuerda como
«dos buenos médicos» en el ejército del rey Agamenón. Son
hijos del famoso Asclepio (en latín Esculapio), más tarde
venerado como dios de la medicina, y héroes muy apreciados
tanto por su valor guerrero como por su servicial saber quirúrgico.
El médico, llamado iatrós en griego, es, en efecto, según
Homero, «un hombre que vale por muchos» (Ilíada, XI, 514),
y está calificado socialmente como demioergós, «servidor público»,
al igual que el adivino, el maestro carpintero o el recitador
de poemas. Se trata de un oficio acreditado y sabemos que
médicos itinerantes circulaban por la Grecia arcaica. Ya en
pleno siglo VI a.C. conocemos el nombre de un famoso médico
viajero, Demócedes de Crotona, que, según cuenta Heródoto,
acabó sus días en la corte del rey persa Darío I. Pero la
figura que marca con su magisterio y sus escritos la etapa
que llamamos «técnica» o «científica» de la medicina griega
es la de Hipócrates, que vivió más o menos entre 440 y 360
a.C. En su isla natal de Cos fundó la escuela profesional
que llevaría su nombre y donde compuso los primeros «tratados
hipocráticos», que son el origen del Corpus hipocrático, una
variada colección de casi sesenta textos médicos que formaron
una biblioteca pionera especializada en la teoría y la práctica
de la curación.
El Corpus recoge y examina, con una perspectiva
metódica y racional, numerosos datos sobre enfermedades y
aspectos varios del arte médico: anatomía, fisiología, ginecología,
patología, epidemiología y cirugía. En ellos se pone énfasis
en la observación minuciosa de los enfermos y sus dolencias,
y se atiende mucho a la dieta y el régimen, lo que no es sorprendente
en una ciencia en la que la farmacología es muy elemental
y la cirugía interna desempeña un papel muy limitado. Es importante
la atención a lo que llamaríamos medicina preventiva y, sobre
todo, a la evolución del proceso enfermizo, a los síntomas
que permitan conocer sus crisis, dar un pronóstico y orientar
la mejoría.
Surge una medicina empírica y racional, sin
ningún elemento mágico ni lastre religioso.
Esa concepción de la physis o naturaleza como
un conjunto de fenómenos que el estudio debe explicar mediante
razones y experimentos es común a los primeros filósofos,
los sofistas y los discípulos de Hipócrates. Por ello escriben
esos textos en prosa clara y sencilla, contando sus experiencias
e interpretando los hechos según una teoría crítica que los
abarca y explica, sujeta a discusión científica. El médico
intenta curar tomando conciencia de las causas de la enfermedad
y expone el método efectivo para enfrentarse a ella. Aquí
surge una medicina empírica y racional, sin ningún elemento
mágico ni lastre religioso, en claro contraste con tradiciones
médicas mucho más antiguas, como la china o la egipcia. Si
es muy difícil valorar con criterio actual el nivel científico
de esta medicina –que ignora los microbios, la circulación
de la sangre o la química moderna–, no deja de ser ejemplar
la orientación metódica y objetiva que caracteriza a esta
téchne iatriké, el oficio de la curación.

El concepto de salud y enfermedad y el
enfoque diagnóstico, terapéutico y ético de la medicina
ha sufrido notables cambios en el transcurso de la historia.
No es igual el pensamiento médico actual que el de hace
tres mil años, ni siquiera es igual en todas las actuales
culturas. Hipócrates de Cos (Cos, c. 460 a. C.-Tesalia
c. 370 a. C.) fue un médico de la Antigua Grecia que
ejerció durante el llamado siglo de Pericles. Está clasificado
como una de las figuras más destacadas de la historia
de la medicina, y muchos autores se refieren a él como
el padre de la medicina.
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Frente a esta terapéutica metódica y racional
(la de escuelas médicas como la de la isla de Cos; la de la
costa de Cnido, en Asia Menor, o la de Crotona, en la península
Itálica) aparecen en Grecia otros lugares donde se practica
una medicina religiosa en torno a los santuarios del divinizado
Asclepio. Allí se promete a los enfermos un tipo distinto
de curación, que actúa milagrosamente por la intervención
del dios sanador. Impulsados por su fe, los enfermos acudían
a los santuarios y se sometían a ciertos cuidados y ritos
purificatorios, que solían incluir baños y rezos, y especialmente
la incubatio, es decir, el dormir de noche sobre el suelo
del recinto sagrado, donde les llegaba, en sueños, la voz
divina que los aconsejaba o sanaba.
Es asombrosa la fama del culto de Asclepio y
de sus santuarios –en Cos, Epidauro, Atenas y otras ciudades–
desarrollada a partir del siglo V a.C. y aumentada en época
helenística. Asclepio, hijo de Apolo, era un dios benévolo
y de aire compasivo. Las ruinas de algunos santuarios atestiguan
su prestigio y su riqueza, como sucede con el de Epidauro,
con su magnífico teatro. Por otra parte, las inscripciones
conservadas en forma de breves exvotos de los enfermos agradecidos,
como los llamados iámata de Epidauro, testimonian múltiples
y pintorescas «curaciones» milagrosas del dios.
Parece que los sacerdotes de esos templos de
Asclepio se llevaban muy bien con los médicos hipocráticos,
y puede que algunos les enviaran a pacientes que creían incurables.
En cambio, algunos hipocráticos –como el autor de La enfermedad
sagrada, sobre la epilepsia– rechazan rotundamente por charlatanes
e impostores a curanderos, magos y brujos que se ofrecían
como portadores de remedios mágicos.
El aprendizaje de la técnica médica estaba ligado
a un estrecho vínculo personal entre discípulos y maestros,
tanto en las escuelas como en la vida profesional. De ahí
el interés histórico de un documento como el denominado «juramento
hipocrático», que precisa los deberes del médico para con
su maestro y su familia, y, por otro lado, los del médico
con los enfermos. El futuro médico jura solemnemente –por
Asclepio y sus hijas Higiea y Panacea– «respetar a su maestro
como a su padre, compartir con él sus bienes, atender a su
familia y enseñar a sus hijos la medicina, si quieren aprenderla,
así como a otros discípulos, y a nadie más». Por otro lado,
se compromete a ejercer el oficio guardando las normas: no
dar veneno ni remedios abortivos –ni aunque lo soliciten los
pacientes–, no revelar secretos de los enfermos, abstenerse
de relaciones sexuales en las casas que se visiten, no hacer
operaciones quirúrgicas si no son especialistas ...

Los hipocráticos cuidan mucho la relación de
los médicos con los enfermos; consideran que la buena disposición
anímica del paciente ayuda a su pronta curación. Les importa
mucho el prestigio propio, esa buena fama que el juramento
menciona como premio de los cumplidores, frente al castigo
de infamia de los otros. Recordemos que quienes practicaban
la medicina no tenían un título oficial, sino que debían ganarse
la estima de sus clientes –los médicos son los únicos extraños
que penetran en los hogares ajenos–, y la confianza era fundamental
a la hora de fijar sus honorarios. Algún texto aconseja no
comprometerse tratando a enfermos desahuciados, de muerte
segura. El médico trata a personas libres y a los esclavos
por igual. Sólo en un pasaje Platón advierte que el médico
debe explicar bien las causas de sus males a los libres, lo
que no es preciso con los esclavos: a éstos basta darles las
órdenes y las medicinas, sin explicación.
Hipócrates no dejó su firma en ninguna de las
obras del Corpus, aunque muchas llevan el sello de la escuela
de Cos. El único texto del que conocemos a su autor es el
titulado Sobre la naturaleza del hombre, que escribió Pólibo,
yerno de Hipócrates. Este tratado es famoso por una teoría
que se suele atribuir a toda la escuela hipocrática: la de
los cuatro humores. Se trata de cuatro líquidos presentes
en el cuerpo: sangre, bilis, bilis negra y flema, cuyo exceso
o falta determina la salud. Unos pocos textos del Corpus se
escribieron en la isla vecina de Cnido, donde existió una
escuela médica rival. Acaso, como es frecuente en escuelas
científicas, se trabajaba en equipo y los asociados no se
preocupaban por dejar su firma en los respectivos textos.
Algo después, la tradición médica cobró una
nueva perspectiva en Alejandría. Allí, en el Museo, destacaron
Herófilo de Calcedonia y Erasístrato de Ceos, que progresaron
en los conocimientos de la anatomía y el sistema nervioso,
influidos por estudios del filósofo Aristóteles (inventor
de la anatomía comparada) y por sus propios análisis, ya que
en Alejandría se practicaron disecciones de cuerpos humanos.
En Grecia no se hacían, por respeto a prejuicios religiosos.
Los griegos diseccionaban sólo animales, especialmente cerdos
y monos, pero allí diseccionaron cuerpos vivos de condenados
a muerte, para observar mejor el funcionamiento de la sangre
y los órganos internos.
Aunque a veces se ha trasladado el inicio de las disecciones
de cadáveres humanos al Renacimiento, esta práctica
se inició en la Escuela de Alejandría en el siglo III
a. C.. Las disecciones de cadáveres humanos estaban
prohibidas en esa época en la mayor parte de las ciudades,
a excepción de Alejandría. Herófilo puede ser considerado
el primer anatomista. Fue el primero en hacer disecciones
anatómicas de cuerpos humanos en público, de manera
sistemática, y sentó las bases de una anatomía más exacta,
iniciando esta práctica médica junto a Erasístrato de
Ceos. El enciclopedista romano Aulo Cornelio Celso,
en De Medicina, y uno de los primeros teólogos de la
Iglesia, Tertuliano, señalaron que él practicó
la vivisección «sobre criminales y esclavos condenados
a muerte que se hizo salir de la prisión por orden de
los reyes».

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En Alejandría y en Roma hubo diversas corrientes
médicas, con distintas bases filosóficas: metódicos, empíricos,
neumáticos, eclécticos. Pero todas quedaron superadas por
la amplia obra y fama de Galeno de Pérgamo, que vivió en el
siglo II d.C. Galeno escribió muchísimos libros, tuvo una
carrera de inmenso éxito y fue médico de varios emperadores
romanos, de Marco Aurelio a Septimio Severo. Sus obras fueron
copiadas y comentadas durante siglos por griegos, romanos,
árabes y cristianos, y el nombre de Galeno ha quedado como
sinónimo del médico por antonomasia.
Los grandes avances de la ciencia médica a partir
del siglo XVI, especialmente en los dos últimos siglos, merced
al desarrollo de la química y de la farmacia, hacen que la
antigua medicina helénica nos parezca muy alejada de la actual.
Y, sin embargo, esa concepción racional de la medicina representa
una hazaña de indudable valor en la historia de las ciencias,
y en el tratamiento y cuidado del ser humano.

Entre los siglos VIII y XII, la medicina experimentó
brillantes avances en el mundo musulmán, gracias a la recuperación
de la ciencia antigua y al amplio uso del árabe como lengua
de cultura

Un médico atiende a una persona herida en la
espalda mientras lo contempla una multitud. Miniatura pertenecienta
a las Maqamat de al-Hariri. Siglo XIII.

Preparación de medicinas para un paciente que
sufre viruela (derecha). Canon de Avicena. Miniatura del s.
XVII.

El grabado inferior, del siglo XIX, muestra
un retrato idealizado de Ibn Sina, Avicena. Fallecido en 1037,
sus textos constituyen el armazón teórico de la medicina árabe.

Esta miniatura, en la que se aplica un cauterio
para aliviar la migraña, corresponde a la copia de Cirugía
de los ilkhanes, conservada en la Biblioteca Nacional de París;
en Estambul se guardan otras dos copias de esta obra de Sharaf
ed-Din.

La cirugía conoció un notable desarrollo en
el mundo islámico. Abajo, instrumental dibujado en una copia
manuscrita de al-Tasrif, del andalusí Abulcasis, uno de los
grandes cirujanos de todos los tiempos.

Arriba, el médico visita a un paciente. Miniatura
de un códice del siglo XIV perteneciente a las Maqamat, de
al-Hariri. Escuela persa. Biblioteca Nacional, Viena.
En el año 958, Sancho I de León fue depuesto
por nobles rebeldes, que esgrimieron como excusa para su actuación
el hecho de que el monarca no podía cumplir con dignidad las
funciones regias debido a su extrema gordura. Su abuela, la
reina Toda de Navarra, buscó ayuda en la corte califal de
Córdoba: pidió a Abderramán III cura para la obesidad mórbida
de su nieto y apoyo militar para que pudiera recuperar el
trono. En la capital andalusí, el médico Hasday ibn Shaprut,
judío jiennense, sometió a un estricto régimen al monarca
leonés y logró rebajar su peso. De este modo el soberano pudo
cabalgar como era debido, y el auxilio de tropas cordobesas
le permitió recuperar la corona perdida. La anécdota ilustra
el amplio y justificado reconocimiento de que gozaban los
médicos de países islámicos en la Edad Media. Ibn Shaprut
no era el único facultativo que sobresalía en la corte de
Abderramán; en ella destacaba, por ejemplo, la sabiduría del
cirujano Abul-Qasim al-Zahrawi, a quien los cristianos conocieron
como Abulcasis. La excelente formación de todos estos personajes
y la amplitud de los conocimientos que tenían a su disposición,
y que compartían con sabios del norte de África o de los confines
de Irán, se explica por la construcción de una vasta comunidad
científica merced al empleo de un mismo idioma, el árabe,
en los inmensos territorios unidos por la fulgurante expansión
del Islam.
Antes de que el mensaje de Mahoma se extendiera
más allá de la península Arábiga, los árabes ya contaban con
una primera cultura médica, llamada «islámica o profética»
por ser su protagonista Mahoma, el Profeta. Arcaica y piadosa,
abunda en exhortaciones genéricas. Dice, por ejemplo: «Haced
uso de tratamientos médicos, pues Dios no ha creado enfermedad
ninguna sin disponer un remedio para ella, con la excepción
de una sola enfermedad, la vejez». Muchos de sus recursos,
como el uso de la miel, del aceite de oliva o de la succión
con ventosas (hijama), forman parte de prácticas curativas
o profilácticas –preventivas– que se remontan a la Arabia
antigua y poseen rasgos babilónicos, de modo que sus raíces
se extienden hasta el III milenio a.C. Todavía hoy se recurre
a ellas en muchos países islámicos. En un campo paralelo se
sitúa la «interpretación de los sueños» (tabir al-anam), a
los que el mismo Profeta concedía gran importancia. Ya en
el siglo VIII, Ibn Sirin compuso la primera gran obra árabe
en esta materia, que tenía como fuente principal la Onirocrítica
del autor griego Artemidoro de Éfeso, escrita ocho siglos
antes. Sin duda, la extremada atención de los árabes por la
vida psicológica nace ahí. Por otra parte, el socorro a la
sanación espiritual es más común de lo que se piensa. Son
muchas las medicinas paracientíficas y astrológicas: en los
tratados de medicina aflora a veces todo un mundo de rituales,
repleto de sellos y talismanes. El Islam no lo rechaza en
bloque, y la magia «blanca» es lícita dentro de ciertas normas.
Pero los límites de la medicina árabe se ampliaron infinitamente
después de que, en el año 622, Mahoma proclamara su mensaje
a las tribus árabes. Los califas, sus sucesores, extendieron
sus dominios desde la India hasta el sur de Francia en apenas
dos siglos. Las élites del Islam pronto comprendieron la importancia
de adoptar los rasgos más brillantes de la cultura grecorromana,
preservada en Egipto y el Oriente Próximo, y quisieron para
sí todos los saberes y tecnologías que llamaban «ciencias
de los antiguos», entre las que se contaba la medicina.
Hasday ibn Shaprut (Jaén, c. 915-Córdoba, c. 975) cuyo
nombre completo era Hasday Abu Yusuf ben Yitzhak ben
Ezra ibn Shaprut, fue un médico y diplomático judío
del califato de al-Ándalus. En ocasiones aparece en
las fuentes clásicas nombrado a través del gentilicio
Al-Yayaní o Al-Jianí, es decir, natural de Yayyan, nombre
árabe de Jaén. Es la primera personalidad hispanojudía
cuya vida y obra se conoce con cierto detalle. Según
el historiador Heinrich Graetz, fue el principal impulsor
de la conocida como edad de oro de la cultura judía
en España.

Monumento a Hasday ibn Shaprut en Jaén.
En su juventud, Hasday aprendió hebreo,
árabe y latín, lengua esta última que por entonces sólo
era conocida en España por la alta jerarquía eclesiástica
cristiana y que la aprendió en Córdoba. También dominaba
el romance, incipiente castellano. Estudió también medicina,
y fue fama que había descubierto un remedio universal
o panacea, llamada «Al-Faruk», una especie de antídoto
contra el veneno, según algunos autores. Fue médico
del califa Abderramán III (912-961) y gracias a sus
cualidades llegó a ser uno de sus principales consejeros,
cargos que continuó con su hijo, el califa Alhakén II.
Aunque nunca llegó a recibir el título oficial de visir,
ejerció funciones similares a las de un ministro de
asuntos exteriores actual y supervisaba las aduanas
en el puerto de Córdoba. De hecho ostentó el cargo de
nasi, una especie de «principado» como máximo responsable
de las comunidades judías de al-Ándalus.
|
Con la expansión del Islam cayeron bajo dominio
musulmán las ciudades donde se cultivaba la ciencia griega
que había irradiado desde el foco de Alejandría: Edesa y Nisibis,
en la Siria bizantina, y Gundishapur, en la Persia sasánida.
A esta última ciudad se habían dirigido los médicos griegos
después de que, en el año 529, el emperador Justiniano cerrase
la academia de Atenas. Y también se instalaron allí médicos
cristianos de credo nestoriano, a quien los bizantinos habían
expulsado de Edesa porque su fe era contraria a la ortodoxia
religiosa. La ciencia griega preservada en esos territorios
se convirtió en la base para el desarrollo de la medicina
árabe, gracias a la labor de médicos políglotas que, entre
los siglos IX y X, ejercieron como maestros y traductores.
Entre ellos figuran Yuhanna ibn Masawaih, conocido en Occidente
como Ioannis Mesuae, nacido en el seno de una cultivada familia
de Gundishapur, y su discípulo Hunayn ibn Ishaq, llamado Iohannitius
en latín, responsable de unas cincuenta traducciones de gran
calidad. Ambos eran cristianos nestorianos, comunidad de habla
siríaca cuya lengua era muy parecida al árabe, lo que facilitaba
la traducción de textos griegos.
Esta labor gozó de un amplio mecenazgo, que
tuvo su máximo exponente en la fundación de la famosa Casa
de la sabiduria o Bayt al-Hikma en Bagdad por el califa al-Mamún;
el soberano puso a Ibn Ishaq al frente de los traductores.
Con la traducción de obras en griego, persa y sánscrito, la
medicina árabe se convirtió en la más informada y diversa
del planeta en los albores del siglo X. Sabios paganos, cristianos,
judíos, hindúes y muchos otros adoptaron el árabe como lengua
científica. Es decir, médicos de distintas creencias trabajaron
juntos, discutiendo y estudiando en árabe, como hoy se hace
en inglés. Por esta razón hablamos aquí de «medicina árabe»:
no nos referimos a una etnia «árabe», sino a una comunidad
intelectual que compartió el idioma del Corán, convertido
en lengua común de ciencia y cultura. Este fenómeno también
fructificó en al-Andalus, la España musulmana, durante el
siglo X. Allí fue traducido un clásico, la Materia médica
de Dioscórides, para el califa Abderramán III, en cuya corte
figuró, como ya hemos dicho, Abulcasis, cirujano eminente
cuyo Libro de la disposición (que bebía de la obra de un médico
bizantino, Pablo de Egina) gozó de extraordinario prestigio.
Córdoba, la capital de al-Andalus, rivalizaba con los nuevos
centros de enseñanza islámicos del Mediterráneo: Cairuán,
en Túnez; Fez, en Marruecos, y El Cairo, en Egipto. Conocemos
más de un centenar de obras médicas árabes anteriores al año
Mil; la transmisión del pasado era una realidad, y una ciencia
propia empezaba a ver la luz.
La Casa de la sabiduría o Casa del saber fue una biblioteca
y centro de traducciones establecido durante la época
del Califato Abasí, en Bagdad, Irak. Fue una institución
clave, considerada como el mayor centro intelectual
durante la Edad de Oro del islam. Una sociedad fundada
por el califa Harún al-Rashid, que culminó con su hijo
Mamun, que reinó durante 813-833 d. C. y a quien se
le acredita la institución. A Al-Ma'mun también se le
adjudica haber atraído muchos eruditos conocidos para
compartir información, ideas y cultura a la Casa de
la sabiduría basada en Bagdad entre los siglos IX y
XIII; varios de los maestros musulmanes más eruditos
formaron parte de este importante centro educativo.
Tenía el doble propósito de traducir libros del persa
al árabe y de preservar los libros traducidos. Durante
el reinado de Mamun se crearon observatorios y la Casa
fue el centro de estudio indiscutido de las humanidades
y las ciencias en el islam medieval, incluyendo; matemáticas,
astronomía, medicina, alquimia y química, zoología y
geografía y cartografía. Basados en textos persas, indios
y griegos, incluyendo a Pitágoras, Platón, Aristóteles,
Hipócrates, Euclides, Plotino, Galeno, Sushruta, Cháraka,
Aryabhata y Brahmagupta, los estudiosos acumularon una
gran colección de saber mundial y desarrollaron sobre
esas bases sus propios descubrimientos. Bagdad era conocida
como la ciudad más rica del mundo y centro de desarrollo
intelectual del momento, tenía una población de más
de un millón de habitantes, la más poblada de su época.

Manuscrito de la época del Califato Abasí.
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Gracias al prestigio del saber y a cierta libertad
intelectual, durante el período de esplendor del califato
abbasí de Bagdad –entre los siglos X y XI– la compilación
de grandes obras sistemáticas fue el distintivo de sabios
de talla universal, que ejercían la medicina junto a la filosofía,
las ciencias y las tareas políticas. De entre todos ellos
brillaron tres. Uno es al-Razi (Rhazes para los latinos),
iraní polifacético y experto farmacólogo, que vivió en la
corte, dirigió el gran hospital de Bagdad y escribió casi
doscientas obras. El segundo es al-Majusi, cuya compilación,
el Libro total sobre el arte de la medicina, es una obra maestra
por su equilibrio entre teoría y práctica. Sin embargo, este
texto quedó oscurecido por la obra del tercer gran nombre
de la época: Ibn Sina, al que conocemos como Avicena.
Este extraordinario filósofo ya era médico a
los dieciocho años. En aquel entonces, la curación de un emir
llevaba a dirigir un ministerio, como fue su caso. Escribió
extensamente sobre todas las ciencias, y su Canon (o «norma»)
de medicina es una de las obras más célebres de la medicina
de todos los tiempos. Su éxito se debe a su fuerza teórica
y su esfuerzo de racionalización; para Avicena, sistemático
y claro, la lógica es la base del diagnóstico. En Occidente,
la ciencia árabe brilló en la obra de dos famosos filósofos
y médicos cordobeses del siglo XII: Averroes, ibn Rushd, cuya
Kulliyat o Totalidad se convirtió en el Colliget de los latinos;
y el judío Maimónides, Musa ibn Maimón, que llegó a ser médico
personal del campeón musulmán de las cruzadas: Saladino, sultán
de Egipto. Su caso no es único: la medicina judía brilló al
implicarse con la dominación islámica; de hecho, el árabe
fue la lengua de cultura judía durante toda la Edad Media.
La base teórica de la medicina árabe no difiere
esencialmente de la griega y romana. En su base se encuentra
la medicina humoral, atribuida a Hipócrates –que vivió en
el siglo IV a.C.–, la cual divide en cuatro los fluidos humanos
básicos: sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra; la salud
y la enfermedad dependen del equilibrio entre ellos. Así,
quienes sufren exceso de bilis negra son personas tristes,
diciéndose que tienen «humor negro», pues eso es lo que significa
«melancólico» en griego. De igual modo, los temperamentos
«sanguíneos», «flemáticos» y «coléricos» padecen algún desequilibrio
de los otros humores. La salud se obtiene restableciendo el
balance entre ellos con dietas y purgas; de ahí la importancia
que en la medicina árabe tienen la higiene y la dieta.
Pese al predominio de esta medicina «teórica»
se desarrollaron terapias y observaciones anatómicas nuevas.
En especial, destaca la oftalmología. La utilización de una
jeringuilla hueca para succionar las «cataratas» constituye
una notable innovación debida a Ammar ibn Alí , en el siglo
X, quien desarrolló, además, un método para diagnosticar las
cataratas operables basado en la reacción de la pupila ante
la luz. Con todo, el mayor especialista en cirugía fue el
andalusí Abulcasis, que empleó un instrumental variadísimo:
tenazas, pinzas, trépanos, bisturíes, sondas, cauterios, lancetas
o espéculos, cuyos dibujos ilustran su Libro de la disposición.
Durante el siglo XVI, los cirujanos de Occidente seguían estudiando
esta auténtica enciclopedia del saber médico, que otorga tanta
importancia a las técnicas para combatir el dolor (con frío
o con esponjas soporíferas) como a las suturas y los vendajes.
Mención aparte merecen los cirujanos prácticos o médicos empíricos,
expertos en el tratamiento de inflamaciones y tumores, así
como en la extracción de flechas y curación de heridas, fracturas
y luxaciones. Por su parte, la farmacología y la toxicología
evolucionaron con la alquimia, a la cual debemos los alambiques,
el amoníaco y el alcohol, entre otras aportaciones.

Robert Boyle, gran alquimista, considerado uno
de los padres de la química moderna.
Un trazo distintivo de la cultura islámica fue la construcción
de centros de estudio, las madrasas, y de hospitales
públicos, los bimaristanes, mantenidos por medio de
donaciones, aunque no deben ser vistos como una novedad
respecto del mundo cristiano o budista. Cada gran ciudad
rivalizó para albergar ambas instituciones, entre las
cuales hubo un tránsito constante de profesores y libros.
Los hospitales permitían a los más pobres beneficiarse
del saber de médicos tan notables como al-Razi, director
del hospital de Bagdad. El bimaristán más conocido es
el que el sultán al-Qalaun edificó en El Cairo, en 1285:
podía atender a ocho mil enfermos en cuatro pabellones
destinados a diferentes patologías y dispuestos alrededor
de un patio climatizado con fuentes. Algunos de estos
establecimientos siguen funcionando, como el bimaristán
fundado por Nur al-Din en Damasco, en 1154. También
había hospitales que acogían a enfermos mentales, algo
desconocido en Occidente.
En el siglo XII, el viajero judío Benjamín de Tudela
describió el de Bagdad: «En él detienen a todos los
dementes que se encuentran en la ciudad durante el verano,
que han perdido la razón por el calor excesivo, sujetando
a cado uno de ellos con cadenas de hierro; todo el tiempo
que permanecen allí son alimentados por la casa real
y cuando recobran la razón los despiden y cada cual
vuelve a su casa y a su hogar. [...] Cada mes los interrogan
los oficiales del rey para observar si algunos han recobrado
la razón».
|
Aunque la medicina árabe brilla por sí sola,
en el Occidente cristiano sólo se supo de unos cuarenta textos
sobre un millar de escritos médicos censados. Los últimos
autores conocidos fueron los andalusíes Ibn Zuhr (Avenzoar),
que mejoró la traqueotomía y descubrió la causa de la sarna
y la pericarditis, y Averroes. Pero del gran botanista Ibn
al-Baytar y del epidemiólogo Ibn al-Jatib (que dejó testimonio
de la peste negra) ya nada se supo, aunque también eran andalusíes
y vivían en la frontera misma de la Cristiandad. De ahí que
sea exagerado pensar, como se había creído, que la medicina
islámica se estancó después del siglo XIII; aún desconocemos
muchísimos escritos tardíos.

Ibn Al-Jatib, el gran poeta de la Alhambra.
Hace 4.000 años, los egipcios ya contaban con
médicos especializados a su servicio, desde dentistas hasta
oculistas, que combinaban sus conocimientos físiológicos con
las invocaciones mágicas.

Un oculista cura el ojo de un artesano, copia
de una pintura de la tumba de Ipuy.

Los oculistas invocaban a dioses cuyos mitos
estaban relacionados con el ojo. El más importante era Toth,
que había curado el ojo del dios Horus. En la imagen, ojo
de Horus. Amuleto procedente de la tumba de Tutankhamón. hacia
1337 a.c.

El templo de Kom Ombo, dedicado a Sobek y a
Haroeris (Horus el Viejo), era el destino de miles de peregrinos
que realizaban consultas sobre su salud a Haroeris, el sanador.

Un sacerdote llamado Rom realiza una ofrenda;
su cojera podría ser el más antiguo testimonio de la polio.
Copia de una estela fechada hacia 1403-1365 a.C.

La posible prótesis que vemos a la izquierda,
y que reemplazaba el dedo gordo de un pie, fue hallada en
Tebas, en el año 2000. Museo Egipcio, El Cairo.
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