Pocos azares podrían haber favorecido más a
Luiz Inácio Lula da Silva –y desfavorecido más a Jair Bolsonaro–
que la ajustada sincronización, tanto más oportuna por imprevisible,
entre la decisión del Supremo Tribunal Federal (STF) que el
lunes lo liberó de prisión y el anuncio del martes del Consejo
Nacional de Secretarios de Salud de los 24 estados de Brasil
(CONASS) de que le había llegado al país el día más letal
de la pandemia, con un récord que el miércoles ya superaba
generosamente el número redondo y simbólico de las 2000 muertes
cotidianas. El mismo miércoles, el ex presidente ofreció una
conferencia de prensa en la sede del gremio metalúrgico en
la ciudad paulista de San Bernardo do Campo, donde había iniciado
su carrera política como sindicalista que luchó por la democracia
contra la dictadura militar que gobernaba desde el golpe de
1964. La misma que reivindica el actual presidente apartidario.
Lo único que no llegó a decir Lula en su vehemente, pero reposado,
examen condenatorio de la gestión de la pandemia por el actual
gobierno fue que iba a desafiar a Bolsonaro en las elecciones
de 2022 como candidato presidencial del Partido de los Trabajadores
(PT). Pero esto fue lo que mejor entendieron propios y ajenos,
que al Donald Trump brasileño le había llegado su Joe Biden.
A sus 75 años, Lula desde el primer día se mostró
dispuesto a comportarse, sin dejar lugar a la duda, como el
perfecto centrista en un país desquiciado, tal como actuó
el actual presidente norteamericano, tres años mayor que él.
El jueves, el gobierno, el congreso, los gobernadores, las
otras fuerzas de la oposición, los medios, el empresariado,
todos habían tomado nota, y admitiéndolo o no, reaccionaron
a un nuevo escenario electoral donde un nuevo Lula enfrentará
al Bolsonaro de siempre. El analista político Cláudio Couto
lo resumió así para radio Bandeirantes: "Lula vino a decirle
al electorado: 'Yo sé que Brasil necesita, y que ustedes quieren,
un candidato de centro para las presidenciales de 2022. Acá
lo tienen: soy yo'". El lema que guía a Lula parece ser 'Moderación
o Muerte'. Ante las cifras de muertes y del colapso del sistema
hospitalario por Covid-19 –y la perspectiva de que la pandemia
siga cobrándoselas en números cuya mengua los epidemiólogos
independientes o internacionales, y aun los funcionarios federales
o estaduales calculan que demorará al menos hasta la primavera
austral–, la disyuntiva se vuelve literal entre lo que él
busca encarnar y lo que Bolsonaro de hecho encarna (a pesar
de su constante reiteración de que la peste es un hecho natural
contra el cual el gobierno puede poco, y arriesga mucho con
cada error).

La pandemia golpea fuerte a Brasil.
En su conferencia de prensa, Lula colocó el
acento sobre la deficiente gestión de la administración Bolsonaro
en campañas y medidas de prevención y evitación de los contagios
y en programar anticipadamente la obtención de vacunas y planificar
coordinadamente las campañas de vacunación. La base de la
polarización, en esta primera presentación pública de un Lula
razonable, que no exhibía heridas de los meses de cárcel,
era el contraste entre dos presidencias suyas ahora lejanas
pero nunca olvidadas, cuando los brasileños vivieron mejor
que nunca, y la presidencia actual, cuando mueren más que
nunca en un vacío de gestión tanto más firme porque el gobierno
desiste de gestionar en áreas que considera extrañas, y señala
que el límite de su responsabilidad son los recursos de los
que dispone. Aun si esas limitaciones fueran en verdad hechos
naturales intangibles, aun si el ubicuo memento mori del presidente
Bolsonaro –"Dejen de lloriquear, todos nos vamos a morir"–
no fuera un resguardo del conformismo o la indiferencia, insistió
Lula, el gobierno es errático, incompetente y fatalmente desprovisto
de determinación y organización. En su reacción en vivo del
jueves, Bolsonaro negó estas acusaciones una por una –están
haciendo todo lo que se puede dentro de lo que se puede, aseguró
al periodismo en Brasilia en una declaración cuidadosamente
espontánea en la vía pública–. En cuanto a si gestiona bien,
¿qué duda cabe?, porque "imaginen a Lula presidente: todo
sería peor, porque si ahora los recursos son siempre insuficientes,
con esa ladrón habría mucho menos, porque se robaría el 90%
de los fondos estatales asignados a la lucha contra el Covid-19."

El actual presidente Bolsonaro, con una gestión
errática, negacionismo y trumpismo.
Hasta la decisión de Edson Fachin, el juez relator
sobre el Lava Jato conocida el lunes, el discurso de Bolsonaro
y de las masas de clase media que desde al menos 2012 protestaban
en las calles contra los gobiernos del PT y que votaron al
diputado ex capitán del Ejército como presidente en 2018,
decía que Lula se había robado todo: la prueba era que se
había robado algo, un tríplex en una playa paulista, y había
sido condenado por la Justicia federal. Desde el lunes, según
esa misma Justicia no sabemos si Lula alguna vez se robó nada.
La proyección de la nada a todo le parece exagerada, incluso,
a aliados antes fidelísimos como el expresidente de la Cámara
de Diputados Rodrigo Maia, que en 2019 –en una complacida
entrevista con el diario gaúcho Zero Hora, al cumplirse el
primer año de Bolsonaro en el poder–, lo había elogiado como
el gran estadista que había logrado de facto la reforma política
que Brasil necesitaba: el jueves parece haberlo abandonado
sin retorno posible el recuerdo del estadista, al que ahora
ve como un populista ineficiente, para pasar a elogiar a Lula
como alguien "que tiene una visión de país, cree en la ciencia
y reclama gestión en un plan urgente de vacunas". También
en el mundo de los negocios muchas figuras que apoyaron a
Bolsonaro están desilusionadas, y pueden cambiar nuevamente
de lado con el nuevo Lula. Varios empresarios consultados
por el diario británico The Guardian coinciden en la fórmula:
"Si tengo que elegir entre el Diablo y Bolsonaro, voto por
el Diablo".

El Congreso brasileño apruebó el uso
obligatorio de mascarilla tras el veto de Bolsonaro, el pasado
Agosto.
Lula evitó la polarización de Bolsonaro entre
izquierda y derecha, que según algunos allegados al actual
presidente será la vía regia de su campaña 2022, como lo fue
en 2018. El líder del PT tradujo el extremismo a un lenguaje
tradicional en el largo pasado nacional, el de la oposición
entre el orden del Estado y las anarquías libertarias. Antes
que denuncia del lawfare, expresó su fe en que la Justicia,
aunque tardó, llegó: "Estaba seguro de que la verdad vencería".
Bolsonaro no puede atacar demasiado a esa Justicia, porque
la probidad del Lava Jato es la prueba de su moral de hombre
común, de brasileño de ley, contra los privilegios de la casta
política corrupta, del izquierdismo de un gobierno que usaba
el dinero de las coimas de las grandes empresas para envenenar
conciencias, llamar bien al mal, travestir la historia con
un relato que glorificaba a los titulares del poder, repartía
prebendas, y así ganaba votos. Este revisionismo se veía a
sí mismo como centrista, cuando era de derecha, y halagaba
a las bancadas rurales o de estados gobernados por quienes
creen o dicen creer en la biblia, el buey y la bala. Los evangelistas
fueron especialmente bien tratados en la conferencia de Lula,
que los invita a un banquete donde la caridad cristiana dará
panes y peces para todos, una mesa donde podrán sentarse justos
y pecadores, comunidades eclesiásticas y comunidades LGBT,
en una armonía que sólo el PT puede asegurar.
Otro tema seleccionado por Lula para su conferencia
fue la seguridad, una promesa de campaña 2018 de Bolsonaro,
y otro fracaso en producir algún cambio o mejora posible.
Para posicionarse en el centro, Lula acepta ocuparse de su
agenda: la batalla estará en quién gestiona mejor, y hay encuestas
que señalan que si un 44% dice que no votaría por Lula, el
56 % repudia a Bolsonaro. Aun cuando todavía no se sabía que
Lula había quedado habilitado para presentarse a las próximas
elecciones, la encuesta IPeC (Instituto de Pesquisas Cananéia)
que O Estado de S.Paulo publicó el sábado, computaba que el
55% de los sondeados podría volver a votar a Lula en 2022,
mientras que sólo el 39% volvería a votar por Bolsonaro. Si
el nuevo centrismo de Lula es una mala noticia para Bolsonaro,
es catastrófica para el Centro preexistente que se llamaba
a sí mismo con ese nombre, como el gobernador de São Paulo,
que se había convertido en líder regional de la oposición.
João Doria es del Partido de la Social Democracia Brasileña
(PSDB), que gobernó el país por última vez en los dos mandatos
de Fernando Henrique Cardoso, quien fuera sucedido en 2002
por un Lula que había ganado su primera elección presidencial.
Otro centrista con aspiraciones ahora aparentemente esfumadas
es el presentador de televisión y empresario Luciano Huck,
una de las personas más populares de Brasil gracias a un programa
ómnibus de los sábados que dura cuatro horas y lleva veinte
años en antena. Es visto como el candidato de la red Globo.
Sería un rival que gustaría a Bolsonaro o a Lula, quien en
2017 había dicho que nada le gustaría más que competir contra
un adversario que llevaba la camiseta de O Globo.

Sao Paulo, desarrollismo y favelas.
Huck invita ya a no votar en 2022 ni por Lula
ni por Bolsonaro, mostrándose como el candidato del cambio:
"figurita repetida no completa álbum". Doria invita a no dejarse
avasallar por el aluvión de noticias sobre 'Lula Livre', a
tener en cuenta que falta mucho para las elecciones, a no
malgastar ese tiempo cuando en Brasil hay temas más urgentes
que el dueto del presidente con el ex presidente. Pero actuó
de inmediato en respuesta a las críticas de Lula a Bolsonaro,
para demostrar que ni las merece ni se las ahorra a su ex
aliado. Si Lula dijo el miércoles que era "estúpido" creer
en lo que dice el presidente o seguir sus directivas sobre
salud, Doria en una declaración en inglés a la BBC llamó a
Bolsonaro "a crazy guy". Y el jueves, en una gran ceremonia
pública que fue también conferencia de prensa en la ciudad
más grande del país, capital del estado más rico, declaró,
él y todo su gabinete hablándoles a los medios sin quitarse
jamás las mascarillas negras, que había ordenado el toque
de queda en todo el estado entre las 8.00 de la noche y las
5.00 de la mañana, el cierre de las escuelas y las iglesias,
de las playas , los parques y las canchas. Anita Dunn, asistente
clave de Joe Biden, dijo a los autores del primer libro publicado
sobre la campaña electoral que llevó a su triunfo que el Covid-19
había sido una bendición única para el septuagenario candidato
demócrata, sin la cual nunca habría llegado a la Casa Blanca.
La inoperancia de Trump y las muertes que se acumulaban pelearon
a favor de la victoria imparable de un candidato inmóvil,
y sin particulares brillos y luces propias, que no era el
primer motor del incremento de las preferencias en su favor.
Biden es un político de centro derecha que se corrió al centro
en la elección de 2020. Lula se desplaza desde la izquierda
hacia una posición centrista, pero el derechismo de Bolsonaro
influye para que, en la contraposición entre uno y otro, el
candidato del PT, que ya ha sido dos veces presidente, pueda
representar a sus bases sin renuncias a principios o derechos,
ni deslealtades o inautenticidades de que recelar, en el contexto
de una pandemia que también en Brasil está peleando por la
victoria del opositor.

Dos dementes.
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Era la decisión que el ex presidente Luiz Inácio Lula
da Silva estaba esperando desde hace cinco años. El
Tribunal Supremo Federal de Brasil decidió el martes
por la noche, en una ajustada votación, que el juez
Sérgio Moro, que le condenó en primera instancia por
supuestos delitos de corrupción, no actuó de manera
imparcial. Según la máxima corte judicial del país,
Lula no tuvo derecho a un juicio justo y la condena
debe anularse completamente. El Supremo dio la razón
a la defensa de Lula sobre las numerosas irregularidades
cometidas por el juez Moro al frente de la Operación
Lava Jato: hubo desde pinchazos telefónicos ilegales
para que los miembros de la investigación pudieran conocer
en tiempo real la estrategia de los abogados del ex
presidente a filtraciones a la prensa para perjudicar
al Partido de los Trabajadores (PT) justo antes de las
elecciones. La evidencia más flagrante de esa falta
de imparcialidad fue la entrada de Moro en el gobierno
de Jair Bolsonaro como ministro de Justicia; el mismo
gobierno al que había aupado al poder apartando a Lula
de la carrera presidencial con su condena, ya que hasta
entonces el líder de la izquierda lideraba todas las
encuestas de intención de voto. También pesaron las
conversaciones por Telegram desveladas por el diario
digital 'The Intercept'. Ahí se evidenció que el juez
y los fiscales de la acusación cooperaban para crear
las mejores condiciones para poder condenar a Lula.
Esas pruebas no pudieron usarse en la votación del
Supremo porque fueron obtenidas de forma ilegal, a través
de un hacker, pero ayudaron a fortalecer en la corte
el clima contrario al juez de Curitiba. Los abogados
de Lula celebraron la decisión "histórica" del Supremo
y remarcaron que Moro jamás actuó como un juez, "sino
como un adversario personal y político del expresidente
Lula", usando las leyes de forma estratégica para fines
ilegítimos. "Los daños causados a Lula son irreparables,
incluyen una prisión ilegal de 580 días, y tuvieron
una repercusión relevante incluso en el proceso democrático
del país", destacaron en un comunicado. En realidad,
las condenas por corrupción de Lula ya se habían anulado
a principios de marzo, pero por una irregularidad procesal.
El juez del Tribunal Supremo Edson Fachin las anuló
de forma unilateral al reconocer que Lula nunca debería
haber sido juzgado por Moro en la Justicia de Curitiba,
porque sus casos no tenían nada que ver con los desvíos
de Petrobras. En ese momento, Lula ya recuperó sus derechos
políticos y la posibilidad de presentarse como candidato
en las elecciones de 2022, pero la victoria no era completa.

La actuación del exjuez Sergio Moro en
contra de Lula por el caso Lava Jato fue considerada
como parcializada.
El ex presidente quería que la Justicia probara que
fue "víctima de la mayor mentira jurídica en los últimos
500 años", como dijo en su primer discurso tras la anulación
de las condenas. Es lo que hizo el Supremo el martes,
dando un fuerte espaldarazo a Lula en su narrativa de
cara a las elecciones presidenciales de 2022. No obstante,
el líder del PT tendrá que esforzarse para reconstruir
su imagen: según una encuesta de Datafolha de esta semana,
el 57 por ciento de los brasileños cree que la sentencia
que Moro dictó contra Lula es correcta, frente al 38
por ciento que la considera injusta.
Moro sigue siendo un héroe en la lucha contra la corrupción
para una parte importante del país, aunque está cada
vez más desacreditado. Tras salir escaldado del gobierno
de Bolsonaro cuando comprobó que el líder ultraderechista
quería interferir en la independencia de la Policía
Federal para proteger a sus hijos de varios escándalos,
dejó la primera línea de la política y se refugió en
una consultora especializada en gestión de activos.
Su hipotética candidatura presidencial parece cada vez
más improbable. Enemigo número uno para la izquierda
y ahora también enemistado con la base bolsonarista,
es uno de los posibles candidatos que cuenta con un
índice de rechazo más alto. El 60 por ciento de brasileños
dice que no le votaría de ninguna manera, según una
reciente encuesta de poderData.
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De origen humilde, Lula fue obrero metalúrgico
y sindicalista, y a mediados de la década de los 80 ocupó
la presidencia del sindicato de los obreros de la metalurgia.
Fue uno de los principales organizadores de las mayores huelgas
durante la dictadura militar, que pusieron en jaque al régimen
y aceleraron su caída. Candidato a la presidencia de Brasil
en varias ocasiones —en 1989, 1994 y 1998—, no fue hasta 2002
cuando logró obtener la victoria. Durante sus ocho años como
presidente de Brasil, hizo reformas y radicales cambios que
produjeron la transformación social y económica de Brasil,
que triplicó su PIB per cápita según el Banco Mundial, al
punto de convertir a la República en una potencia mundial.
Es ampliamente reconocido como una figura de
su tiempo y se considera que su gobierno fue clave para los
éxitos económicos de su país, en particular en materia de
reducción de la pobreza, con programas sociales como Hambre
Cero o Bolsa Familia, que contribuyeron a sacar de la pobreza
a unas 30 millones de personas en menos de una década. A la
salida de Lula de la presidencia, 52 millones de personas
—el 27% de la población total— se beneficiaban del programa
Bolsa Familia. En el plano internacional, jugó un papel destacado
en asuntos como el programa nuclear de Irán y los debates
sobre el cambio climático. Lula abandonó la presidencia con
una gran popularidad, tanto en Brasil —contando con más de
un 80% de aprobación— como en el resto del mundo. En octubre
de 2011, a Lula —fumador durante más de 40 años— se le diagnosticó
un cáncer de garganta y empezó a recibir un tratamiento de
quimioterapia con el que meses después superó la enfermedad
y pudo reanudar sus funciones.

En marzo de 2016, en medio del escándalo de
corrupción de Petrobras y 11 días después de su detención
para ser interrogado por su supuesta participación, fue nombrado
Ministro de la Casa Civil por el gobierno de Dilma Rousseff,
algo visto por sus detractores como una manera de obtener
inmunidad judicial. Este nombramiento fue inmediatamente suspendido
por un juez del Supremo Tribunal Federal en Brasilia, pero
procedió al día siguiente, después de que un tribunal de Río
de Janeiro levantara la medida cautelar que impedía su nombramiento,
aunque de nuevo el mismo día volvió a ser suspendido por el
juez Gilmar Mendes, miembro del Supremo Tribunal Federal de
Brasil. El 12 de julio de 2017, Lula fue condenado en primera
instancia a nueve años y seis meses de prisión por el juez
Sérgio Moro, siendo la primera vez en la historia de Brasil
que un expresidente era condenado por corrupción pasiva. Tras
lo cual se entregó el 7 de abril de 2018, hasta que el 8 de
noviembre de 2019 tras cumplir su sentencia: se ordenó su
liberación
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