El austriaco Josef Fritzl, conocido como el
'monstruo de Amstetten', tras violar a su hija cautiva durante
24 años, va a ser trasladado de un centro psiquiátrico a una
prisión normal. La decisión judicial estipula que Fritzl,
de 88 años, deberá asistir periódicamente a psicoterapia durante
un período de prueba de 10 años. Fue rechazada su solicitud
de libertad pero la decisión sigue siendo una victoria para
la abogada de Fritzl, ya que las condiciones en una prisión
normal se consideran una mejora.
La abogada de Fritzl, Astrid Wagner explicó:
"Estuvo al borde de las lágrimas durante la audiencia. Una
vez más describió cuán terribles fueron sus actos. Dijo que
lo siente muchísimo por sus víctimas y que le encantaría borrar
todo lo que hizo. En repetidas ocasiones dijo que le gustaría
dar su vida para deshacerlo todo, pero lamentablemente no
puede hacerlo. Pero él se ocupa de sus acciones día y noche,
tiene los documentos judiciales delante de él todo el tiempo".
Su atroz crimen fue revelado en 2008 y fue sentenciado
en 2009 a cadena perpétua por cometer incesto, violación,
coerción, encarcelamiento ilegal, esclavitud y homicidio negligente
de uno de sus siete hijos pequeños. La hija de Fritzl desapareció
en 1984 a los 18 años y resurgió en 2008 de la cámara del
sótano que parecía un calabozo en Amstetten.
Josef Fritzl en su ficha policial (abril 2008).
¿Cómo es posible que durante veinticuatro años
nadie se percatase de lo que ocurría bajo los cimientos de
la casa de Josef Fritzl en la pequeña localidad austríaca
de Amstetten? Ni su propia mujer, Rosemarie, llegó a sospechar
jamás que su encantador marido guardaba un secreto: había
secuestrado a su propia hija, de la que abusaba sexualmente
y con la que había tenido siete hijos. El destino quiso que
una de las hijas -en realidad, nieta- del pederasta, Kerstin,
de diecinueve años, tuviese que acudir al hospital aquejada
de una rara enfermedad. Durante el reconocimiento médico,
los especialistas encontraron en uno de sus bolsillos una
nota en la que contaba su historia y pedía ayuda. Los doctores,
extrañados, pidieron hablar con su madre, Elisabeth. Entonces
explotó la mentira y la verdad salió a la luz. Uno de sus
vecinos era un auténtico “monstruo”.
Josef Fritzl durante el juicio.
Cuando los medios de comunicación de medio mundo,
incluidos los españoles, se hicieron eco de la noticia, una
ola de consternación invadió a la opinión pública. ¿Qué tipo
de “monstruo” era capaz de hacer algo así? Aquel apelativo
recorrió todos los rotativos esperando conocer toda la verdad
de un caso que, hoy por hoy, sigue teniendo sus sombras. “El
padre de las tinieblas”, como le llamó el diario francés Le
Figaro, acababa de entrar en la lista de los criminales más
peligrosos de la historia. Conocer la declaración que hizo
a su abogado, todavía escandaliza: “El impulso de tener sexo
con Elisabeth se hizo cada vez más fuerte. Sabía que Elisabeth
no quería que le hiciera eso. Sabía que la estaba hiriendo.
Pero, finalmente, el impulso de ser capaz de probar el fruto
prohibido fue demasiado fuerte. Era como una adicción.
Amstetten (Austria) fue la ciudad que vio nacer,
crecer y cometer las más macabras aberraciones a Josef Fritzl.
Desde el 9 de abril de 1935 esta pequeña población fue testigo
de cómo su infancia se convertía en un infierno. Según su
propio testimonio, Fritzl -abandonado por su padre cuando
tenía cuatro años- sufría toda clase de maltratos y abusos
físicos por parte de su madre, a quien en su vejez también
llegó a encerrar a modo de venganza. Aquel martirio infantil,
provocado en parte por ser el único vástago de la familia,
llevó a ambos a construir una relación tormentosa de amor
y odio. Gracias a algunos de los informes psiquiátricos elaborados
para el juicio, supimos que Fritzl temía a su madre más que
a nada en el mundo. Los continuos insultos que ésta le profería
-“Satán, inútil y criminal”- y las absurdas prohibiciones
a las que lo sometía -no podía practicar deporte ni tener
amigos, por ejemplo- llevaron al joven Josef a desarrollar
una personalidad fría y violenta bajo una apariencia tranquila
y serena. De hecho, acudió al colegio y fue un buen alumno.
Tailandia, 1998.
Estudió mecánica y tecnología electrónica, base
primordial para convertir el sótano de su casa en un zulo
donde encerrar secretamente a su hija Elisabeth años más tarde.
También trabajó como electricista, director de una empresa
que fabricaba hormigón y como representante de una factoría
danesa de construcción de tubos de hormigón. Vivió en Luxemburgo
y Ghana, y se casó con Rosemarie, con la que tuvo siete hijos,
entre ellos, Elisabeth. Se jubiló cuando cumplió los sesenta
años. Pero antes del secuestro y el abuso sexual de su hija
Elisabeth por más de dos décadas, Fritzl había practicado
con su madre. Durante las largas conversaciones que mantuvo
con su psiquiatra, Adelheid Kastner, el austríaco confesó
haber devuelto con creces los maltratos a los que había sido
sometido por su progenitora. Pasó de ser víctima a verdugo,
vejandola hasta que murió en 1980.
El modus operandi fue el mismo que con Elisabeth
pero en el piso superior de la casa. Allí la encerró, tapió
con ladrillos las ventanas y se convirtió en su carcelero.
Algunos medios austríacos aseguran que dicha situación se
prolongó durante más de veinte años, pero sólo es una teoría
basada en el testimonio a veces incoherente del acusado. Durante
ese período, Fritzl sólo recordaba que de niño su madre le
pegaba y lo pateaba “hasta que me caía al suelo y sangraba”.
Había llevado hasta el extremo su particular vendetta . No
obstante, este comportamiento sexual y violento lo exteriorizó
a finales de los años sesenta, cuando fue acusado de violar
a una mujer. El sexo opuesto estaba siendo el blanco perfecto
para contrarrestar todas las humillaciones a las que lo sometió
su madre. “Nací para la violación y, pese a ello, aún me contuve
largo tiempo”, ratificó a su psiquiatra durante una de las
sesiones.
El abuso sexual de su hija Elisabeth por más
de dos décadas.
En abril de 2008, Kerstin, de diecinueve años,
acude al hospital por una serie de dolencias graves producidas
por una enfermedad poco común. La acompaña su abuelo, Josef
Fritzl. Ella permanece inconsciente debido a la gravedad de
su estado. Durante la exploración, los médicos encuentran
una nota de auxilio en uno de los bolsillos de la ropa de
la muchacha. Proceden a buscar su historial médico sin éxito
alguno. Deciden preguntarle a su acompañante, que precisamente
es su secuestrador. Insisten en ver a la madre y, ante la
negativa de Fritzl, llaman a la policía. Las autoridades se
personan en el domicilio del pederasta y, con su ayuda, bajan
al sótano perfectamente sellado y con grandes medidas de seguridad.
Allí encuentran a Elisabeth, de cuarenta y dos años.
En sus primeras declaraciones, la joven explica
que lleva encerrada bajo tierra desde agosto de 1984 y que
su padre ha abusado de ella desde que tenía once. Ocho años
de violaciones sirvieron para que Fritzl decidiese sedarla,
atarla y encerrarla en el zulo que había construido bajo los
cimientos de su casa. Todo ello sin el conocimiento de su
esposa Rosemarie.
Desde 1977 las palizas y violaciones fueron
la rutina de Elisabeth, hasta que dicha rutina cambió con
su encierro. Los dos primeros días la mantuvo esposada y hasta
los nueve meses siguientes, la retuvo atada para evitar que
se escapase. No contento con esto, la recluyó en una sola
estancia durante nueve años -después construyó más habitaciones
en el sótano- y allí la violaba de forma sistemática. De los
múltiples encuentros sexuales, Elisabeth dio a luz a siete
hijos que fueron testigos de aquellas aberraciones. Tres de
ellos -Kerstin, de diecinueve años, Stephen, de dieciocho,
y Felix, de cinco- permanecieron junto a su madre bajo tierra;
tres más -Lisa, de quince años, Monika, de catorce, y Alexander,
de trece- vivían junto a Josef y su esposa en la casa; el
séptimo murió al tercer día de vida y fue incinerado.
Rosemarie Fritzl.
Lo llamativo del caso es cómo tres de esos niños
habían tenido una vida aparentemente normal junto a su padre/abuelo
y que Rosemarie no sospechase nada. La respuesta la encontramos
en la versión dada por Fritzl. Tanto para la policía como
para el secuestrador, Elisabeth se había fugado de casa motu
propio. Había sido la segunda vez que lo intentaba y en esta
ocasión lo había conseguido. De ahí que su madre no siguiese
buscando. También ayudaron las cartas que la muchacha tuvo
que escribir a Rosemarie obligada por Fritzl. Era una forma
de evitar que siguiese sospechando. En la primera, confesaba
el motivo de su huida; y en las siguientes, le pedía que cuidase
de sus hijos, a los que no podía mantener.
No obstante, el austríaco jamás dejó un fleco
suelto en toda esta historia. Las cartas demostraban que su
hija seguía viva y que no quería mantener ninguna relación
con la familia. Además, Fritzl echaba más leña en el fuego
asegurando que todo era culpa de una secta que la había captado
y que la obligaba a deshacerse de sus bebés. Cuando la policía
investigó la historia, pensó que Fritzl había tenido uno o
varios cómplices. Sin embargo, esta teoría se fue desmoronando
a medida que se fueron recopilando las pruebas. El pederasta
gozaba de una buena posición económica, lo que le permitía
tener varios inmuebles a su nombre y una total libertad de
movimientos. También era un miembro respetado de la comunidad,
por lo que nadie podía imaginar las barbaridades que estaba
cometiendo el “monstruo” a pocos metros de sus hogares.
Cuando estalló la bomba, el impacto social fue
abrumador. Medios como el Österreich abrieron las portadas
de su periódico con titulares como “Todo Amstetten debería
avergonzarse. Los vecinos cerraron los ojos”. Al fin y al
cabo, esta localidad austríaca tan sólo cuenta con veintidós
mil seiscientos habitantes. Sin embargo, las buenas maneras
de Fritzl lograron despistar a su vecindario, mientras él
construía un calabozo con grandes medidas de seguridad. El
espacio tenía 80 metros cuadrados, con una altura máxima de
170 centímetros, y se extendía por todo el jardín. Para acceder
a él, colocó una puerta corredera de hormigón de 300 kilos
escondida detrás de una estantería. Era franqueable mediante
un código que sólo Fritzl conocía. El recinto constaba de
una entrada, dos dormitorios de 3 metros cuadrados, una pequeña
cocina, un baño y un lavadero. La única fuente de ventilación
provenía de un tubo.
Josef Fritzl tenía setenta y tres años cuando
fue detenido por las autoridades austríacas. Aunque en un
primer momento se negó a declarar, después confesó los hechos
que posteriormente se probaron. Hasta el día del juicio, el
16 de marzo de 2009, el pederasta fue sometido a diversos
análisis psicológicos y psiquiátricos. Se demostró que no
padecía ningún trastorno mental y que era del todo “imposible”
que estuviese permanentemente bajo los efectos del alcohol,
tal y como la defensa intentó argumentar. Privación de libertad,
incesto, violación, esclavitud y homicidio, fueron algunos
de los cargos a los que el austríaco tuvo que enfrentarse
durante su vista judicial. Finalmente, un jurado popular determinó
que Fritzl era culpable de los delitos anteriormente mencionados
y lo condenó a cadena perpetua e internamiento psiquiátrico.
Cuatro días bastaron para cerrar lo que muchos denominaron
el “juicio del siglo”.
Desde entonces, pasó sus días recluido
en un pabellón psiquiátrico de una cárcel de alta seguridad
a las afueras de Viena, donde alardeaba de ser “famoso en
todo el mundo”. Ni siquiera siente remordimientos por lo que
hizo y se ha dedicado a escribir cartas de amor a su esposa
que ésta jamás respondió. Todo lo contrario, Rosemarie decidió
divorciarse días después de su encarcelamiento para comenzar
una nueva vida. Mientras tanto, Elisabeth (52 años) y sus
seis hijos-hermanos (ahora de entre 15 y 29 años) han cambiado
de apellido y viven alejados de Amstetten bajo fuertes medidas
de seguridad. Siguen bajo tratamiento psicológico intentando
adaptarse a la sociedad. Aquel “martirio inimaginable”, afortunadamente,
llegó a su fin.
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