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18 - Octubre - 2023
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Una mañana de finales de agosto, antes de que empiece a apretar el calor, cuatro jóvenes guardabosques vestidas con uniforme caqui y armadas con rifles de caza se apean de su vehículo y se dispersan por el Parque Nacional de Gorongosa, en Mozambique. Se comunican mediante señas y silbidos codificados. Una de ellas es Emilia Jacinto Augusto, de 26 años, comprometida con la conservación de la fauna salvaje, a pesar de que las patrullas de 21 días la alejan por unas semanas de sus dos hijos pequeños. “Una mujer necesita valor para hacer este trabajo. No podemos rendirnos. Espero que algún día mis hijos también vengan a trabajar a Gorongosa”, afirma la joven guarda. Emilia Jacinto Augusto es una de las mujeres que han desarrollado su carrera en este parque gracias a un ambicioso proyecto de reforestación iniciado hace casi dos décadas que puso a las personas, y especialmente a las niñas, en el centro del renacimiento de este espacio. Ahora, con sus llanuras de color verde esmeralda, los hipopótamos revolcándose en las aguas cristalinas, las águilas planeando sobre manadas de elefantes, los leones descansando sobre los troncos de los árboles y la silueta de los impalas reflejada en el horizonte resplandeciente, el Parque Nacional de Gorongosa es un paraíso terrenal donde uno tiene la sensación de estar asomándose al planeta tal como existía antes de la llegada del ser humano.

Durante 16 años de guerra civil en Mozambique los hombres dejaron su huella en el parque con consecuencias desastrosas. Cuando la guerra concluyó, en 1992, Gorongosa estaba sin vida: casi todos los animales habían sido aniquilados por los soldados y los cazadores furtivos. Únicamente quedaba algún pequeño grupo temeroso, cuyo hogar era una amenaza de trampas y cepos. El resurgimiento exuberante de la naturaleza en Gorongosa no se ha conseguido solo gracias a las medidas para proteger a los animales, sino también a través del compromiso de mejorar la vida de las 200.000 personas que viven en la zona de protección que rodea el parque. La clave de esta particular visión conservacionista ha sido alimentar el potencial humano, con especial atención a la educación de las niñas y la capacitación de las mujeres, invirtiendo en educación, sanidad, creación de empleo y medios de subsistencia.

Gorongosa renace gracias al trabajo de las científicas y las guardas forestales.

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“Si queremos ver una generación de cambio, tenemos que centrarnos en las niñas y las mujeres”, explica Larissa Sousa, de 32 años, directora adjunta de comunicación del parque, que regresó a Mozambique después de estudiar en Europa decidida a cambiar las cosas. Y añade: “Que estas niñas crezcan entendiendo lo que el parque les proporciona, y beneficiándose de ello, es un forma de enviar el mensaje de que tienen que proteger el medio ambiente y el parque”. La transformación de Gorongosa comenzó en 2004, cuando el filántropo estadounidense Greg Carr visitó el parque y, “en un acto de fe”, decidió invertir 40 millones de dólares (unos 38 millones de euros) de su fortuna en tecnología para revitalizar y recuperar sus 400.000 hectáreas, a través de una asociación público-privada con el Gobierno mozambiqueño, que en 2018 se renovó por otros 25 años. Carr decidió hacer las cosas de manera diferente. Gorongosa dejaría de ser un parque cerrado, solo accesible para turistas adinerados o cazadores, como lo era bajo el dominio colonial portugués. Para que el parque prosperara, era necesario que la gente que vivía en sus alrededores se implicara en su futuro. El guardián del parque, Pedro Muagura, recuerda que las familias como la suya, que vivían junto al parque, no podían disfrutar de las maravillas naturales que tenían a un paso. “No se permitía la entrada a los negros”, subraya. Y señala: “Soy el primero de mi familia que ha estado. Mi padre y mi madre murieron sin haberlo visitado nunca”.

Un león, sobre una rama de árbol en el Parque Nacional de Gorongosa.

Para recuperar la fauna tras la guerra, Muagura y su equipo reintrodujeron poblaciones de elefantes, búfalos, cebras, leopardos, ñus y perros salvajes. Otras especies, como el impala y el antílope acuático, se recuperaron espontáneamente una vez que se silenciaron las armas y se retiraron las trampas. Solo seis leones sobrevivieron a la guerra; ahora cerca de 200 deambulan por los bosques y la sabana del parque. En la actualidad, el parque es el mayor creador de empleo de la provincia de Sofala, en el centro de Mozambique, con trabajos que van desde guías de safari hasta conductores, pasando por soldadores e investigadores científicos. Las comunidades locales tienen acceso a las tierras del parque para cultivar café a cambio de plantar árboles autóctonos, sembrar anacardos y recolectar miel silvestre. Los escolares disfrutan de safaris gratuitos.

Las niñas, tradicionalmente excluidas de la educación y el empleo y vulnerables a las crisis climáticas, constituyen el centro de este proyecto de conservación. Uno de los programas clave es una red de más de 100 clubes de niñas, iniciada en 2017 por Sousa. Los clubes, financiados por el parque, organizan actividades extracurriculares con el objetivo de desafiar la tradición del matrimonio precoz y animarlas a seguir con sus estudios.

Un grupo de estudiantes participa en las actividades del club de niñas de la Escuela Primaria de Mussinha, cerca de Gorongosa.

A través de los clubes se asigna a las chicas una madrinha (madrina), alguien ajeno a la familia que las guía durante la adolescencia y en años posteriores. “La madrina busca indicios de que una familia podría estar planeando un matrimonio”, explica Vilma Nhambi, que dirige los clubes. “A veces observamos que la chica cambia de aspecto, de peinado o de ropa, o que van a llevar cajas de cerveza a una casa determinada. Entonces vamos a la casa y vemos lo que está pasando”. Esta sencilla intervención ha cambiado rápidamente actitudes y expectativas. “Concienciamos a los padres de que no deben casar a sus hijas al menos hasta que tengan 20 años, y les decimos que deben dejar que estudie por su propio bien”, explica Marta João Meque, de 30 años, madrina de cuatro niñas. “Ahora vemos que las niñas se hacen valer, se mantienen firmes”.

Gorongosa les ofrece un atisbo de un futuro que ni siquiera podían imaginar hace una generación. Para las que quieran dedicarse a la ciencia, hay prácticas y un programa de máster para mujeres jóvenes. Este máster ha inspirado investigaciones científicas en los laboratorios del parque sobre asuntos como el comportamiento de los murciélagos, los hábitats de las mariposas y las cualidades de las raíces de los árboles para capturar carbono. También se recogen y documentan minuciosamente muestras de especies de flora y fauna para elaborar un inventario de la biodiversidad del parque, el primero realizado por una reserva natural africana.

Además, Gorongosa fue el primer parque de Mozambique en introducir guardas femeninas contra la caza furtiva. “Queremos narrar la historia de que una mujer puede hacer lo que quiera. Antes, ser guarda forestal era solo para hombres, porque es un trabajo muy físico; tienes que llevar a cuestas 10 kilos caminando bajo el sol”, explica Sousa. “Pero nosotras desafiamos esa idea”, afirma. Emilia Jacinto Augusto, la joven madre que patrulla Gorongosa, es una prueba de ello.

Emilia Jacinto Augusto, guarda forestal en el Parque Nacional de Gorongosa, acaricia a un pangolín rescatado.

Mozambique es uno de los países más pobres del mundo, con 2.700 kilómetros de costa que lo hacen vulnerable a las cada vez más frecuentes catástrofes climáticas. Cuando el ciclón Idai arrasó su cinturón central en 2019, la dirección de Gorongosa organizó rápidamente una campaña de ayuda para entregar alimentos, agua y medicinas a las comunidades locales que habían quedado devastadas. La catástrofe puso de relieve la importancia de preservar los espacios silvestres para absorber las precipitaciones y, a más largo plazo, el dióxido de carbono que calienta el planeta y aviva los fenómenos meteorológicos extremos. Los responsables de Gorongosa creen que el parque es un modelo que debería reproducirse en otras regiones. “He estado en otros países como Kenia, Tanzania, Zimbabue o Sudáfrica, pero nunca en un lugar donde se considere que la conservación debe enfocarse en las personas. Nosotros ponemos a la gente en el centro de todo”, afirma Muagura, que ganó un prestigioso premio de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza por su labor pionera. “Gestionamos la educación, la agricultura, la industria, procesamos el café, empleamos a mujeres como guardabosques. Es un modelo, lo mejorcito de la conservación”, señala con orgullo. “Si nos fijamos en la deforestación y la caza furtiva, vemos que la gente talaba árboles y mataba animales porque no tenía otra opción. Pero si estas niñas tienen un modo de vida alternativo, ya no necesitan hacerlo. Si se quiere que la conservación funcione, hay que apoyar al máximo a las niñas”, asegura Muguara. “El futuro de la conservación está en sus manos”, remacha.

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