De todos es sabido que la peste Negra devastó
el continente europeo en el siglo XIV, diezmando a un tercio
de sus habitantes (a nivel mundial posiblemente causó la muerte
del 20% del total de la población, unos cien millones de personas).
Inglaterra no fue una excepción, y entre 1348 y 1349, la terrible
plaga acabó con casi la mitad de su población. En las grandes
ciudades se cavaron fosas comunes para enterrar a los fallecidos,
que se contaban por millares. Pero esto no sólo sucedió en
los grandes núcleos urbanos, sino que las comunidades rurales
también tuvieron que cavar fosas para hacer frente a las innumerables
defunciones causadas por la plaga. Este extremo, hasta ahora
desconocido, es lo que acaba de descubrir un grupo de investigadores
de la Universidad de Sheffield, liderado por Hugh Willmott.
El equipo ha descubierto en la abadía de Thornton, en Liconshire,
una fosa común en la que fueron enterradas 48 personas, entre
ellas 21 niños, todas ellas fallecidas a causa de esta terrible
enfermedad.
La abadía de Thornton se fundó en 1139 y se convirtió
en uno de los monasterios más ricos de Inglaterra hasta
que fue clausurada el 12 de diciembre de 1539 a raíz
de la disolución de las instituciones monásticas llevada
a cabo por el rey Enrique VIII.

Los investigadores creen que en la abadía
de Thornton había un hospital medieval abrumado por
la gran cantidad de enfermos de peste Negra, lo que
les obligó a cavar la fosa común. Esto sugiere que las
instituciones normales se vieron superadas por el aluvión
de enfermos. Al igual que los grandes núcleos urbanos,
las comunidades rurales también tuvieron que cavar fosas
comunes para hacer frente a las innumerables defunciones
causadas por la plaga.
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La Universidad de Sheffield inició las excavaciones
arqueológicas aquí en 2011. Al principio, se pensó que las
estructuras que salieron a la luz pertenecían a una vivienda
erigida en el lugar tras el cierre del monasterio. Pero la
sorpresa de los arqueólogos fue mayúscula cuando, durante
las campañas de excavación llevadas a cabo entre los años
2013 y 2014, se descubrió la fosa común con los 48 cuerpos.
Pero los arqueólogos piensan que tal vez incluso hubo más
gente enterrada en la fosa: "Todos los rangos de edad están
representados entre las víctimas, excepto los bebés. Aunque
esto se puede deber a que sus huesos, más blandos, no se conservaron
en el suelo áspero". La investigación reveló que todas estas
personas fueron enterradas en un corto período de tiempo,
tal vez unos pocos días.

La peste, según el autor árabe Ibn al-Wardi,
pudo tener origen en el «País de la Oscuridad», el kanato
de la Horda de Oro, en territorio del actual Uzbekistán. Desde
los puertos a las zonas interiores, la terrible plaga procedente
de Asia se extendió por toda Europa en poco tiempo, ayudada
por las pésimas condiciones higiénicas, la mala alimentación
y los elementales conocimientos médicos.
Los arqueólogos, que acaban de publicar los
resultados de la investigación en la revista Antiquity, creen
que en la abadía de Thornton había "un hospital medieval abrumado
por la gran cantidad de enfermos de peste Negra [el análisis
de los dientes de 16 individuos ha revelado que contrajeron
la peste], lo que les obligó a cavar la fosa común. Esto sugiere
que las instituciones normales se vieron superadas por el
aluvión de enfermos, lo que obligó a los afectados a acudir
a la abadía cercana y al hospital asociado como último recurso.
Sin embargo, esto tampoco sirvió para frenar el avance de
la peste, por lo que no tuvieron más remedio que cavar esta
fosa".
El análisis por radiocarbono de los restos arrojó
una datación en torno al momento álgido de la epidemia en
el siglo XIV. Además, la cepa de la bacteria Yersinia pestis
hallada en Thornton está estrechamente relacionada con la
que se encontró en algunos cadáveres enterrados en fosas comunes
descubiertas en Londres pertenecientes al mismo período, lo
que sugiere que todas estas personas fueron víctimas del mismo
brote.
Así, según creen los expertos, "la abadía de
Thornton se vio inundada de víctimas de la peste hasta el
punto de que ya no pudieron seguir con el ritmo de los entierros.
Los registros de la iglesia indican que había un hospital
extramuros del monasterio, parte del cual ya ha sido excavado,
y que pudo haber sido el destino final de los enfermos". A
pesar de todo, los muertos fueron cuidadosamente colocados
en la fosa, unos junto a otros, sin amontonarlos, y cada uno
fue envuelto en un sudario, lo que demuestra la importancia
que se daba en la época a procurar a todo el mundo un buen
entierro cristiano. Así, y aunque "los recursos de la abadía
de Thornton se agotaron, los monjes se encargaron igualmente
de enterrar a las personas lo mejor que pudieron", concluyen
los arqueólogos.

A mediados del siglo XIV, entre 1346 y 1347,
estalló la mayor epidemia de peste de la historia de Europa,
tan sólo comparable con la que asoló el continente en tiempos
del emperador Justiniano (siglos VI-VII). Desde entonces la
peste negra se convirtió en una inseparable compañera de viaje
de la población europea, hasta su último brote a principios
del siglo XVIII. Sin embargo, el mal jamás se volvió a manifestar
con la virulencia de 1346-1353, cuando impregnó la conciencia
y la conducta de las gentes, lo que no es de extrañar. Por
entonces había otras enfermedades endémicas que azotaban constantemente
a la población, como la disentería, la gripe, el sarampión
y la lepra, la más temida.
Pero la peste tuvo un impacto pavoroso: por
un lado, era un huésped inesperado, desconocido y fatal, del
cual se ignoraba tanto su origen como su terapia; por otro
lado, afectaba a todos, sin distinguir apenas entre pobres
y ricos. Quizá por esto último, porque afectaba a los mendigos,
pero no se detenía ante los reyes, tuvo tanto eco en las fuentes
escritas, en las que encontramos descripciones tan exageradas
como apocalípticas.
Sobre el origen de las enfermedades contagiosas
circulaban en la Edad Media explicaciones muy diversas. Algunas,
heredadas de la medicina clásica griega, atribuían el mal
a los miasmas, es decir, a la corrupción del aire provocada
por la emanación de materia orgánica en descomposición, la
cual se transmitía al cuerpo humano a través de la respiración
o por contacto con la piel. Hubo quienes imaginaron que la
peste podía tener un origen astrológico –ya fuese la conjunción
de determinados planetas, los eclipses o bien el paso de cometas–
o bien geológico, como producto de erupciones volcánicas y
movimientos sísmicos que liberaban gases y efluvios tóxicos.
Todos estos hechos se consideraban fenómenos
sobrenaturales achacables a la cólera divina por los pecados
de la humanidad.

El triunfo de la muerte. Detalle del óleo de
Peter Brueghel.
Únicamente en el siglo XIX se superó la idea
de un origen sobrenatural de la peste. El temor a un posible
contagio a escala planetaria de la epidemia, que entonces
se había extendido por amplias regiones de Asia, dio un fuerte
impulso a la investigación científica, y fue así como los
bacteriólogos Kitasato y Yersin, de forma independiente pero
casi al unísono, descubrieron que el origen de la peste era
la bacteria yersinia pestis, que afectaba a las ratas negras
y a otros roedores y se transmitía a través de los parásitos
que vivían en esos animales, en especial las pulgas (chenopsylla
cheopis), las cuales inoculaban el bacilo a los humanos con
su picadura.
La peste era, pues, una zoonosis, una enfermedad
que pasa de los animales a los seres humanos. El contagio
era fácil porque ratas y humanos estaban presentes en graneros,
molinos y casas –lugares en donde se almacenaba o se transformaba
el grano del que se alimentan estos roedores–, circulaban
por los mismos caminos y se trasladaban con los mismos medios,
como los barcos.
La bacteria rondaba los hogares durante un período
de entre 16 y 23 días antes de que se manifestaran los primeros
síntomas de la enfermedad. Transcurrían entre tres y cinco
días más hasta que se produjeran las primeras muertes, y tal
vez una semana más hasta que la población no adquiría conciencia
plena del problema en toda su dimensión. La enfermedad se
manifestaba en las ingles, axilas o cuello, con la inflamación
de alguno de los nódulos del sistema linfático acompañada
de supuraciones y fiebres altas que provocaban en los enfermos
escalofríos, rampas y delirio; el ganglio linfático inflamado
recibía el nombre de bubón o carbunco, de donde proviene el
término «peste bubónica».
La forma de la enfermedad más corriente era
la peste bubónica primaria, pero había otras variantes: la
peste septicémica, en la cual el contagio pasaba a la sangre,
lo que se manifestaba en forma de visibles manchas oscuras
en la piel –de ahí el nombre de «muerte negra» que recibió
la epidemia–, y la peste neumónica, que afectaba el aparato
respiratorio y provocaba una tos expectorante que podía dar
lugar al contagio a través del aire. La peste septicémica
y la neumónica no dejaban supervivientes.

La muerte de los cónyuges y los padres que procuraban
el sustento, así como la voluntad de disfrutar de la vida
mientras se pudiera, extendían las relaciones extraconyugales
y la prostitución, incluso entre el clero. En la imagen, burdel
medieval, en una miniatura fechada en torno al año 1450.
La peste negra de mediados del siglo XIV se
extendió rápidamente por las regiones de la cuenca mediterránea
y el resto de Europa en pocos años. El punto de partida se
situó en la ciudad comercial de Caffa (actual Feodosia), en
la península de Crimea, a orillas del mar Negro. En 1346,
Caffa estaba asediada por el ejército mongol, en cuyas filas
se manifestó la enfermedad. Se dijo que fueron los mongoles
quienes extendieron el contagio a los sitiados arrojando sus
muertos mediante catapultas al interior de los muros, pero
es más probable que la bacteria penetrara a través de ratas
infectadas con las pulgas a cuestas. En todo caso, cuando
tuvieron conocimiento de la epidemia, los mercaderes genoveses
que mantenían allí una colonia comercial huyeron despavoridos,
llevando consigo los bacilos hacia los puntos de destino,
en Italia, desde donde se difundió por el resto del continente.
Una de las grandes cuestiones que se plantean
es la velocidad de propagación de la peste negra. Algunos
historiadores proponen que la modalidad mayoritaria fue la
peste neumónica o pulmonar, y que su transmisión a través
del aire hizo que el contagio fuera muy rápido. Sin embargo,
cuando se afectaban los pulmones y la sangre la muerte se
producía de forma segura y en un plazo de horas, de un día
como máximo, y a menudo antes de que se desarrollara la tos
expectorante, que era el vehículo de transmisión. Por tanto,
dada la rápida muerte de los portadores de la enfermedad,
el contagio por esta vía sólo podía producirse en un tiempo
muy breve, y su expansión sería más lenta.
Los indicios sugieren que la plaga fue, ante
todo, de peste bubónica primaria. La transmisión se produjo
a través de barcos y personas que transportaban los fatídicos
agentes, las ratas y las pulgas infectadas, entre las mercancías
o en sus propios cuerpos, y de este modo propagaban la peste,
sin darse cuenta, allí donde llegaban. Las grandes ciudades
comerciales eran los principales focos de recepción. Desde
ellas, la plaga se transmitía a los burgos y las villas cercanas,
que, a su vez, irradiaban el mal hacia otros núcleos de población
próximos y hacia el campo circundante. Al mismo tiempo, desde
las grandes ciudades la epidemia se proyectaba hacia otros
centros mercantiles y manufactureros situados a gran distancia
en lo que se conoce como «saltos metastásicos», por los que
la peste se propagaba a través de las rutas marítimas, fluviales
y terrestres del comercio internacional, así como por los
caminos de peregrinación.
Estas ciudades, a su vez, se convertían en nuevos
epicentros de propagación a escala regional e internacional.
La propagación por vía marítima podía alcanzar unos 40 kilómetros
diarios, mientras que por vía terrestre oscilaba entre 0,5
y 2 kilómetros, con tendencia a aminorar la marcha en estaciones
más frías o latitudes con temperaturas e índices de humedad
más bajos. Ello explica que muy pocas regiones se libraran
de la plaga; tal vez, sólo Islandia y Finlandia.
A pesar de que muchos contemporáneos huían al
campo cuando se detectaba la peste en las ciudades (lo mejor,
se decía, era huir pronto y volver tarde), en cierto modo
las ciudades eran más seguras, dado que el contagio era más
lento porque las pulgas tenían más víctimas a las que atacar.
En efecto, se ha constatado que la progresión de las enfermedades
infecciosas es más lenta cuanto mayor es la densidad de población,
y que la fuga contribuía a propagar el mal sin apenas dejar
zonas a salvo; y el campo no escapó de las garras de la epidemia.
En cuanto al número de muertes causadas por la peste negra,
los estudios recientes arrojan cifras espeluznantes. El índice
de mortalidad pudo alcanzar el 60 por ciento en el conjunto
de Europa, ya como consecuencia directa de la infección, ya
por los efectos indirectos de la desorganización social provocada
por la enfermedad, desde las muertes por hambre hasta el fallecimiento
de niños y ancianos por abandono o falta de cuidados.
La península Ibérica, por ejemplo, pudo haber pasado
de seis millones de habitantes a dos o bien dos y medio,
con lo que habría perecido entre el 60 y el 65 por ciento
de la población. Se ha calculado que ésta fue la mortalidad
en Navarra, mientras que en Cataluña se situó entre
el 50 y el 70 por ciento. Más allá de los Pirineos,
los datos abundan en la idea de una catástrofe demográfica.
En Perpiñán fallecieron del 58 al 68 por ciento de notarios
y jurisperitos; tasas parecidas afectaron al clero de
Inglaterra. La Toscana, una región italiana caracterizada
por su dinamismo económico, perdió entre el 50 y el
60 por ciento de la población: Siena y San Gimignano,
alrededor del 60 por ciento; Prato y Bolonia algo menos,
sobre el 45 por ciento, y Florencia vio como de sus
92.000 habitantes quedaban poco más de 37.000. En términos
absolutos, los 80 millones de europeos quedaron reducidos
a tan sólo 30 entre 1347 y 1353.

En vísperas de la epidemia, se pintó en
el Camposanto de Pisa un fresco sobre el Juicio Final
cuyas dramáticas imágenes cobraron una relevancia imprevista
al término de pocos años.
Los brotes posteriores de la epidemia
cortaron de raíz la recuperación demográfica de Europa,
que no se consolidó hasta casi una centuria más tarde,
a mediados del siglo XV. Para entonces eran perceptibles
los efectos indirectos de aquella catástrofe. Durante
los decenios que siguieron a la gran epidemia de 1347-1353
se produjo un notorio incremento de los salarios, a
causa de la escasez de trabajadores. Hubo, también,
una fuerte emigración del campo a las ciudades, que
recuperaron su dinamismo. En el campo, un parte de los
campesinos pobres pudieron acceder a tierras abandonadas,
por lo que creció el número de campesinos con propiedades
medianas, lo que dio un nuevo impulso a la economía
rural. Así, algunos autores sostienen que la mortandad
provocada por la peste pudo haber acelerado el arranque
del Renacimiento y el inicio de la «modernización» de
Europa.

Este óleo de Pieter Brueghel el Viejo
es testimonio de la honda huella que epidemias y guerras
dejaron en la conciencia de los europeos. Hacia 1562.
Museo del Prado.
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