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30 - Enero - 2024
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Beniamino Zuncheddu tenía 27 años cuando lo detuvieron en 1991 acusado de haber asesinado a tiros a tres personas en un redil de ovejas. Lo condenaron a cadena perpetua en base al testimonio de un cuarto hombre que resultó herido y sobrevivió, y ahora el Tribunal de Apelación de Roma lo ha absuelto tras 33 años en la cárcel, en el que constituye el mayor error judicial de Italia. El mismo Tribunal ya había suspendido la condena ahora ratificada de este antiguo pastor, de 59 años, que se hallaba en libertad desde el 25 de noviembre. La decisión de retirar los cargos en su contra «por no haber cometido el delito» deriva de varios testimonios que demostraron que la investigación de los hechos fue manipulada por un agente de Policía, de acuerdo con medios locales.

Zuncheddu había sido condenado por el asesinato a tiros de Gesuino Fadda, de 56 años; su hijo Giuseppe, de 24; y su empleado Ignazio Pusceddu, de 55; en la denominada matanza de Sinnai (Cagliari, Cerdeña) el 8 de enero de 1991. El yerno del primero, Luigi Pinna, de 29, resultó herido y se convirtió en el único testigo de lo ocurrido.

Los agentes siempre sospecharon de Zuncheddu por una serie de incidentes ocurridos antes de los asesinatos: matanzas de animales a causa de rencillas entre ganaderos. Sin embargo, fue Pinna quien terminó por setenciar al pastor al señalarlo como responsable en su testimonio.

No obstante, ha sido también Pinna uno de los artífices de su liberación. En una de las vistas que han conducido a la decisión del Tribunal, confesó que, al realizar la identificación de los sospechosos, se dejó guiar por un policía: «El agente que dirigía la investigación me enseñó la foto de Zuncheddu y me dijo que él era el culpable de la masacre. Me equivoqué al escuchar a la persona equivocada».

Beniamino Zuncheddu el día posterior a su liberación.

La sentencia de la liberación ha sido recibida con aplausos por los presentes en la sala del Tribunal de Roma, llegados en buena medida desde Cagliari, y la reacción de Zuncheddu no se ha hecho esperar. «Me sentía como un pajarillo en una jaula sin la posibilidad de hacer nada», ha dicho el pastor en una rueda de prensa al día siguiente de la decisión. «No siento rabia. Siempre he soñado con que llegase este momento, desde el primer día (...) El peor momento fue cuando me arrestaron y el más bonito cuando me han liberado. No sabría decir cómo me imagino la vida ahora», ha reconocido ante la prensa y recoge la agencia italiana ANSA. En este sentido, solo considera responsable de su encarcelamiento al agente tras las argucias que lo encarcelaron: «No siento rabia porque las personas que me acusaron también son víctimas. No es culpa suya, sino del policía que forma parte de la Justicia, de la injusticia».

No obstante, Zuncheddu sí que ha lamentado todos los años perdidos en prisión por culpa de otro: «Deseaba tener una familia, construir algo, ser un diudadano libre como los demás. Hace 30 años era joven, ahora soy viejo. Me lo han robado todo. Ahora descansaré, al menos mentalmente».

Sobre la sentencia se ha pronunciado también la organización Errori giudiziali, que ha publicado sobre ella en X (antes Twitter): «Beniamino Zuncheddu (60 años en abril) ha pasado más de la mitad de su existencia en prisión por triple homicidio que nunca cometió. Casi 33 años de encarcelamiento injusto, 12.000 días de dolor y privaciones impensables. Ha sido también una batalla nuestra. Estamos felices».

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Un error judicial es una categoría de abuso a los derechos humanos y, según definición de lo que uno podría llamar estado de derecho, una infracción judiciaria cometida generalmente por órganos estatales judiciales contra privados que exigen la indemnización de la víctima del mismo error. Entre los casos más famosos de error judicial se cuentan el caso de Alfred Dreyfus y el Crimen de Cuenca. Max Hirschberg, entre otros, ofrece una categorización relativamente sistemática de los posibles errores en la jurisprudencia. En numerosos ordenamientos nacionales, la constatación del error judicial da lugar al derecho a percibir una indemnización. Tal derecho se ve reconocido en el ámbito del Consejo de Europa por el Protocolo n.º 7 a la Convención Europea de Derechos Humanos.

Imagínate que de repente descubrieras que faltan miles de dólares en el negocio del que eres responsable. Y no importa cuánto intentes solucionar el problema, el dinero sigue desapareciendo en un agujero negro financiero Tras darse cuenta, tu empleador te da dos opciones: pagar o ir a la cárcel. Eso fue lo que le ocurrió a Seema Misra, quien cuando fue sentenciada por robo y contabilidad falsa a 15 meses de prisión, se desmayó en el tribunal.

Fue una de las víctimas del llamado Escándalo del Post Office, la oficina de correos de Reino Unido, en la que esa enorme compañía, de buena reputación y querida por los británicos destruyó las vidas de cientos de personas creando una pesadilla kafkiana de confusión, secreto y mentiras. 736 gerentes de surcursales con historiales impecables fueron culpados de robo, fraude y contabilidad falsa sin haber hecho nada malo; el verdarero problema era un sistema informático diseñado por la multinacional Fujitsu. Muchos fueron encarcelados; todos tuvieron que lidiar con las secuelas emocionales de la repentina e irracional ruptura de su realidad. El pasado años y después del inicio de una investigación tardía por los hechos de 2005, ni una sola persona ha sido declarada responsable del mayor error judicial de la historia británica, que arruinó la vida de tantas personas y sus familias.

El documental Dolores: La verdad sobre el Caso Wanninkhof, producido por HBO, redscató uno de los grandes escándalos de la historia judicial española. Dolores Vázquez fue condenada por el crimen de Rocío Wanninkhof sin ningún tipo de prueba más allá de evidencias y de un clima, avivado por la Guardia Civil y los medios de comunicación, que llevaron a Vázquez a sentarse ante un jurado popular que ya había tomado su decisión antes de que empezara el proceso. Tras 517 días de prisión, Vázquez fue puesta en libertad y nadie, ni a nivel institucional ni mediático, se disculpó. Ni hablar de ser indemnizada. Este asunto pone el dedo en la llaga sobre un asunto complicado para cualquier democracia: la calidad de la Justicia. ¿Son habituales los errores judiciales de este calado en nuestro país? ¿Existen mecanismos de reparación para las víctimas de estos fallos que pueden destrozar vidas?

Según el Ministerio de Justicia, en la primera década del siglo XXI se cometieron más de 120 errores judiciales. Confundir las identidades de un inocente con la de un culpable son, según los datos, el origen de la mayoría de las condenas por equivocación. De esos casos, sólo 17 han sido reparados mediante una indemnización económica.

Una de las indemnizaciones más altas fue para un ciudadano holandés, Roberto Liberto Van Der Dussen, que cumplió doce años de prisión por una violación de la que no era culpable. Fue condenado por haber cometido tres agresiones sexuales en Málaga en agosto de 2003. Cuatro años después, la Policía española, como en el caso de Dolores Vázquez, con nueva información procedente del análisis de ADN, puso de relieve que el verdadero culpable, al menos de una de las tres violaciones, fue un ciudadano británico llamado Mark Dixie. Una vez más, la lentitud burocrática de la cooperación entre los cuerpos de seguridad y las justicias británica y española tenían como víctima a una persona inocente.

Finalmente, Van Der Dussen consiguió que se revisase el caso y en febrero de 2016 tres magistrados del Tribunal Supremo, entre ellos el hoy mediático Manuel Marchena, declararon que había sido inocente de una de las violaciones. Por las otras dos condenas ya había cumplido las tres cuartas partes. Al contrario que Dolores Vázquez, Liberto sí fue indemnizado. En concreto con 147.720 euros. Una cantidad nimia si tenemos en cuenta que pasó entre rejas más de una década.

Si el holandés Van Der Dussen consiguió una indemnización alta, el caso de Rafael Ricardi es conocido por ser la víctima de una sentencia injusta que más tiempo ha pasado encerrado: 13 años de cárcel. El Ministerio de Justicia acabó reconociendo su error y le concedió una indemnización de casi medio millón de euros. Ricardi recurrió a la Audiencia Nacional y consiguió que la cantidad se duplicara llegando a 1.100.000 euros.

Los dos hombres (Will West a la izquierda y William West a la derecha) fueron condenados a la misma prisión y se parecen mucho. Sin embargo, nunca se conocieron, no tenían parentesco y son la razón por la cual las huellas dactilares comenzaron a usarse en el sistema judicial.

Año 1903, W. McClaughry ingresa a Will West en la Penitenciaría de Leavenworth en Kansas. Sin embargo, por el camino no deja de pensar en la cara del criminal. Estaba seguro de que ya lo había encerrado dos años antes, parecía tener una especie de déja vu. Ocurre que West jamás había pisado Leavenworth antes de ese día, y su caso iba a exponer uno de los mayores agujeros que existían en las sistemas de las penitenciarías de Estados Unidos.

En el pasado y hasta principios del siglo XX, las huellas dactilares no se habían instaurado, por lo que si alguien tenía la mala suerte de ser confundido físicamente por un criminal, esa persona podría estar en un grave aprieto. Will West había sido condenado por un delito menor en 1903, pero al llegar a la Penitenciaría de Leavenworth en el noreste de Kansas, se le informó que ya estaba en prisión cumpliendo una sentencia de cadena perpetua por asesinato en primer grado.

Lo que ocurrió fue que al revisar su caso a través del sistema de identificación Bertillon en la prisión se observó que su rostro coincidía completamente con el de otro criminal. Dicho método era la técnica de la época para la identificación criminal. Desarrollada por el experto en escritura francés, criminólogo e investigador de biometría, Alphonse Bertillon, desde 1887 se implementó en todas las penitenciarías de Estados Unidos para que pudieran llevar los informes detallados para los internos. En realidad no era nada más que una simple foto criminal, junto con una descripción detallada del rostro de la persona que se le atribuye. Funcionó más o menos bien, ya que los delincuentes se identificaban por su fotografía y su nombre completo, o al menos así lo hizo durante un corto espacio de tiempo. Dos décadas después emergió una persona que tenía un parecido sorprendente con otra, a pesar de lo improbable de tal situación, y que, curiosamente, estaban en la misma prisión, y con el mismo nombre inicial. Ese hombre era Will West. Dos años antes de que ingresara en prisión, en 1901, un criminal condenado llamado William West llegó a la Penitenciaría de Leavenworth.

En lo que se consideró un procedimiento formal, McClaughry, el hombre encargado de los registros, tomó sus mediciones a través del sistema Bertillon, compiló un documento para el archivo del preso, y le informó sobre las reglas en la prisión, así como el número de su celda. En 1903 McClaughry recibió a otro criminal: Will West. Le tomaron una foto y se midió utilizando el sistema Bertillon. En el chequeo estándar apareció el nombre de William West en los archivos de la prisión. El empleado le preguntó al hombre: “¿Y ahora qué? ¿Qué has hecho ahora?”. Confundido, Will respondió que era su primera vez allí y la primera vez que lo detenían. Al principio McClaughry no se sorprendió, creía que como casi todos los criminales, trataba de engañarle. Sin embargo y para su sorpresa, resultó que el archivo frente a él pertenecía a un hombre que todavía cumplía su condena en la prisión: William West. Mirando detenidamente el archivo, aquel tipo tenía exactamente la misma estructura ósea, la misma longitud de la nariz, la forma de la boca y la posición de los ojos... que la persona que tenía sentada en la silla, frente a su escritorio.

Realizó una doble verificación y, efectivamente, todo era completamente idéntico, como si un clon del recluso estuviera sentado frente a él. El caso llamó la atención del FBI, quienes comenzaron a buscar nuevas soluciones. En 1904, en la Feria Mundial de St. Louis, McClaughry conoció a un hombre llamado John K. Ferrier, un oficial de Scotland Yard. Ferrier le explicó a McClaughry cómo habían adoptado el método de identificación por huellas dactilares hacía unos tres años antes. Los resultados desde entonces habían sido precisos.

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