Este miércoles se cumplen 100 años del nacimiento
de Primo Levi (Turín, 1919-1987). De origen judío, superviviente
del Holocausto, ha pasado a la historia como el testigo directo
irreemplazable que narró con rigor naturalista el horror de
Auschwitz en Si esto es un hombre (1947), una de las obras fundamentales
del siglo XX. Pero también se trata de un escritor fino, sobrio
y concienzudo, que escribió novela y poesía, y manejó con enorme
soltura el género del cuento, con una fascinante fórmula de
imaginación anclada a la realidad, en libros como El sistema
periódico (una especie de autobiografía en forma de relatos)
o Defecto de forma (un conjunto de textos científico-fantásticos
recientemente reeditado en español por Península).
Esta doble condición es la que reivindica en
su aniversario Domenico Scarpa, especialista del Centro Internacional
de Estudios de Primo Levi en Turín: “Cien años después de
su nacimiento, es reconocido no solo como uno de los testigos
más importantes de Auschwitz, sino también como escritor dotado
de un vívido talento lingüístico y una energía imaginativa
multifacética, y como un pensador capaz de entablar un diálogo
transparente, apasionado e ingenioso con cualquiera de sus
lectores”.
También se conoce cada vez más la figura del
autor en toda su complejidad, con sus claroscuros, sus contradicciones,
la doble vida de literato y de químico gerente de una fábrica
de pinturas durante tres décadas, el enorme espíritu de ese
“hombre pequeño y ligero, aunque no tan delicadamente constituido
como sus apocadas maneras hacen pensar a primera vista” (según
la descripción que de él hizo Philip Roth), cuyo motor fue
siempre la curiosidad.
Una figura que se vislumbra en toda su obra:
desde el joven judío culto y esmirriado, atormentado por su
incapacidad para relacionarse con las mujeres, que se metió
a partisano en la Italia de Mussolini, a ese superviviente
del horror nazi, fascinado por el mundo y por la aventura
que vuelve a casa atravesando media Europa en La tregua, obra
escrita a principios de los sesenta y que, junto a Los hundidos
y los salvados (1986), completa la trilogía fundamental de
Levi sobre el Holocausto y sus consecuencias.
Pero quizá en ninguno de sus escritos se puede
llegar a ver, en toda su crudeza, al hombre y al autor como
en Yo, quien os habla, el libro de entrevistas que le hizo
el filólogo y crítico literario Giovanni Tesio unas pocas
semanas antes de su muerte, recién publicado en español, también
por Península —dentro de su Biblioteca Primo Levi, que ha
editado la mayor parte de la obra del autor turinés—. En sus
páginas, mientras Tesio va haciendo preguntas con la intención
de construir la biografía de un intelectual al que admira,
va recibiendo las respuestas de un hombre cansado, que repasa
su vida con los ojos de quien tiene la sensación de haber
hecho ya todo lo que tenía que hacer y de haber dicho todo
lo que tenía que decir. Un hombre de 66 años que ve el hecho
de envejecer como “algo muy doloroso e irreversible”; alguien
que ha perdido, en definitiva, la curiosidad.
“Bajones también he tenido, los he tenido a
menudo, a menudo me he dejado llevar por... pero esto, la
verdad, preferiría dejarlo correr”, dice Levi en un momento
de la conversación. “Y frente a esos momentos de bajón, ¿cómo
reaccionas?”, le interpela Tesio. “Trato de luchar con mis
medios, pero... Además, el hecho de que me preguntes por estas
cosas mientras estoy en crisis, me hace verlas de manera diferente
[...] Ahora ya todo me da igual. Te lo dije desde el principio,
estas son confesiones que se han de traducir”. Las entrevistas
se produjeron el 12 y el 26 de enero, y el 8 de febrero; Levi
murió —y todo apunta a que se suicidó—, el 11 de abril de
1987.
En ese momento ya era “incapaz de escribir”,
le había confesado a Tesio: “Pero las cosas que he escrito
no las desprecio, son sangre de mi sangre”. Una obra que merece
la pena seguir leyendo, en todas sus variantes — “testimonio,
autobiografía química, ciencia ficción (o, mejor, tecnología
y biología-ficción), novela histórica, narraciones profesionales,
ensayos breves sobre etología o lingüística...”—, entre otras
cosas, porque “su energía de estilo, sus conocimientos, la
amplitud de su cultura, visión y alcance parecen ser inagotables
y emergen año tras año con creciente claridad”, insiste Scarpa.
Y también lo es, por su supuesto, por la forma
que tiene de abordar y de fijar en la memoria colectiva uno
de los más ignominiosos episodios de la historia de la humanidad,
explica el profesor de la Universidad de Jerusalén Uri S.
Cohen: “Lo que dice esencialmente Primo Levi, en el mundo
después de Auschwitz, el mundo en el que las personas son
capaces de hacerse algo así unas a otras, es que todos somos
cómplices en el crimen contra la humanidad. Nos arrebata la
posibilidad de mirar aquello como si fuera un teatro moral
que podemos juzgar, y nos coloca en una posición muy desagradable”.
Primo Levi (Turín, 31 de julio de 1919 – 11 de abril
de 1987) fue un escritor italiano de origen judío sefardí,
autor de memorias, relatos, poemas y novelas. Fue un resistente
antifascista, superviviente del Holocausto. Es conocido
sobre todo por las obras que dedicó a dar testimonio sobre
dicho Holocausto, particularmente el relato de los diez
meses que estuvo prisionero en el campo de concentración
de Monowice (Monowitz), subalterno del de Auschwitz. Su
obra Si esto es un hombre es considerada como una de las
más importantes del siglo xx. |
Al volver a Italia, ejerció como químico industrial
en la factoría química SIVA en Turín. Pronto empezó a escribir
sobre sus experiencias en el campo (Si esto es un hombre)
y su vuelta subsiguiente a casa a través de un largo periplo
por la Europa del Este (La tregua), en las que se convirtieron
en sus dos memorias clásicas: Si esto es un hombre y La tregua.
También escribió otras dos memorias muy apreciadas, Momentos
de indulto y El sistema periódico. El primero lidia con personajes
que observó durante su prisión. El segundo es una colección
de piezas cortas, mayormente episodios de su vida, así como
dos relatos, todos relacionados de algún modo con alguno de
los elementos químicos. La ambiciosa novela Si ahora no, ¿cuándo?,
que cuenta la historia de una banda de partisanos judíos durante
la Segunda Guerra Mundial errantes por Rusia y Polonia, ganó
los destacados premios Viareggio y Campiello cuando fue publicada
en Italia e hizo a Levi internacionalmente conocido.
Sus relatos más conocidos se encuentran en La
torcedura del mono (1978), una colección de cuentos sobre
trabajo y trabajadores relatados por un narrador que recuerda
al propio Levi. Se retiró de su posición como gestor de SIVA
en 1977 para dedicarse a escribir a tiempo completo. El más
importante de sus últimos trabajos fue su libro final, Los
hundidos y los salvados, un análisis del Holocausto en el
que Levi explicó que, aunque no odiaba al pueblo alemán por
lo que había pasado, no lo había perdonado.

Retrato del escritor en 1950, cinco años después
de la liberación de Auschwitz.
Murió, aparentemente por suicidio, el 11 de
abril de 1987; no dejó nota aclarando que se quitara la vida.
La cuestión sigue fascinando a los críticos literarios debido
a la mezcla característica de oscuridad y optimismo en la
escritura de este autor. Levi se precipitó por el hueco de
las escaleras de su edificio, desde el tercer piso en el que
vivía. Algunas de las biografías publicadas con posterioridad
explican este hecho como una consecuencia inevitable de las
heridas abiertas de su estancia en Auschwitz, así como de
los horrores que allí vivió, que se reflejan en su obra. Pero
es un asunto controvertido, pues amigos cercanos, que hablaban
a menudo con él, no previeron en ningún momento tal desenlace.
Hay quienes argumentan que el método elegido para quitarse
la vida quizá no fuera el más adecuado para alguien que posee
conocimientos de química. Todavía se desconoce si fue realmente
un suicidio.
El compositor español Luis de Pablo admiró la
"terrible" belleza de la obra poética de Levi. Utilizando
textos de la misma, compuso la obra Passio, encargada por
la RAI de Turín y estrenada en 2007.
Nadie como el propio Primo Levi podría contar
mejor cómo fue el comienzo del final del Holocausto: “La primera
patrulla rusa avistó el campo hacia el mediodía del 27 de
enero de 1945. Charles y yo fuimos los primeros en avistarla:
estábamos llevando a la fosa común el cadáver de Sómogyi,
el primer muerto de nuestros compañeros de habitación. Volcamos
la camilla sobre la nieve sucia, porque la fosa estaba llena
ya y no había otra sepultura. Charles –prosigue su relato
en La tregua– se quitó el gorro, saludando a los vivos y los
muertos”.
Comenzaba el final de los sufrimientos de los
campos de exterminio y trabajo de los nazis con un terrible
saldo, de millones de muertos (seis de ellos, de judíos).
Pero aún eran muchas las dificultades que aguardaban a los
sobrevivientes del frío, los malos tratos, el hambre y las
cámaras de gas antes de regresar a sus ciudades, hacer recuento
de víctimas entre la familia y reintegrarse en una vida en
libertad.
Una vida que la mera memoria de lo pasado hacía
imposible vivir con normalidad. La capacidad literaria floreció
con los recuerdos de tan dura experiencia, es tal vez quien
mejor testimonio nos ha dejado de aquella barbarie.
Levi nació en Turín el 31 de julio de 1919 en
el seno de una familia liberal y acomodada, y estudió Ciencias
Químicas en la propia universidad turinesa. La brillantez
de su currículo académico le auguraba un futuro prometedor,
pero su condición de judío enseguida se cruzó en su camino
profesional. El fascismo de Mussolini, que no ocultaba sus
simpatías hacia el régimen nazi y sus métodos racistas, limitaba
cada vez más la actividad laboral o mercantil de quienes llevaban
la etiqueta de judíos. Levi a duras penas consiguió trabajo
clandestino en una mina de asbesto en Balangero. Tenía veinticinco
años cuando la milicia fascista hizo una redada entre sospechosos
de participar en la resistencia contra el régimen, a la que
Primo Levi se había sumado algunos meses antes. Carente de
experiencia en la lucha clandestina, el 13 de diciembre de
1943 fue detenido, entregado a las fuerzas de ocupación alemanas
y torturado por estas.
Unas semanas más tarde fue embarcado con otros
centenares de prisioneros en un tren con dirección –según
señalaba un cartel con una flecha– a Auschwitz, un lugar del
que nadie había oído hablar. Varios de los prisioneros murieron
sin auxilio alguno. Los vagones habían sido precintados y,
durante los cinco días que duró el viaje, la falta de agua
y el olor de los excrementos y orines se volvían insoportables.
Comida tenían la que cada familia acarreaba. Los agentes de
las SS que habían controlado el embarque, mostrando su cara
más amable, les recomendaron que llevasen alimentos, prendas
de abrigo y... dinero y joyas, por si lo podían necesitar.
Una recomendación malévola con la intención premeditada de
robárselo a las primeras de cambio. En el vagón de Primo Levi,
uno de los más pequeños del convoy, iban hacinadas 45 personas.
Apenas podían moverse. De pie cabían, pero sentadas, no. Para
dormir tendidos en el suelo tenían que hacer turnos.
La angustia del viaje, bajo el traqueteo monótono
sobre unos rieles desvencijados, con paradas interminables
en estaciones con nombres desconocidos, terminó al anochecer
del quinto día. El tren se adentró en la moderna estación
de Birkenau, desde la que se divisaban largas filas de barracones
y edificios de inimaginable destino. Después de tantas penurias,
todos recibieron con alivio los rótulos que colgaban de algunas
naves con la palabra “duchas” y, debajo, una frase en alemán
recordando que “La higiene es salud”.

Visión aérea del campo en el año en que Levi
llegó a él, en 1944.
Pero la ilusión de una ducha reconstituyente
no era más que una trampa pensada para tranquilizar a los
que llegaban. Conforme fueron descendiendo los pusieron en
fila, e inmediatamente los médicos del campo empezaron a hacer
una selección entre los considerados válidos para trabajar
y aquellos en los que no merecía la pena invertir dinero en
rancho para mantenerlos. Fueron apartados 66, y al resto de
los que habían llegado vivos, unos 550, se los invitó educadamente
a entrar en aquellas duchas, donde, en lugar de agua, les
esperaba una corriente de gas Zyklon que les asfixiaría en
pocos minutos. Entre ellos se contó Iolanda, la esposa de
Primo Levi, de la que nunca volvería a tener noticia.
Corría el mes de febrero de 1944. La profesión
de químico de Levi –el prisionero tatuado con el número 174.489–
le llevó a ser incluido en el grupo de los considerados válidos
para trabajar. Se le destinó al llamado lager (campo de concentración)
de Monowitz, uno de los tres subcampos que integraban el complejo
de Auschwitz en la Alta Silesia (Polonia). Monowitz no era
un campo de exterminio, sino de trabajo, y albergaba a 12.000
prisioneros.
Levi fue destinado al bloque 30, que alojaba
a un komando de trabajadores de la fábrica sobre la que giraba
la principal actividad. Los internos que dejaban de ser válidos
para las necesidades del campo eran devueltos en autocares
a Birkenau, para ser liquidados en las cámaras de gas. En
el lager de Monowitz funcionaba una factoría, Buna, de la
empresa IG Farben, productora de caucho sintético. Era una
de tantas compañías alemanas que, durante la etapa nazi, se
aprovecharon de la explotación como esclavos de las víctimas
del régimen, judíos en su mayor parte.
Buna fue considerada por los aliados objetivo
militar, y fue la única instalación bombardeada del complejo
de Auschwitz. Los desperfectos causados por las explosiones,
de los que no se recuperaría, ya habían limitado notablemente
su actividad cuando Levi se incorporó a sus laboratorios.
“Tuve la suerte de ser deportado a Auschwitz en 1944, cuando
la escasez de mano de obra obligaba a los alemanes a prolongar
la vida de los prisioneros que iban a eliminar”. Permaneció
en el lager diez meses, trabajando catorce horas diarias,
sufriendo vejaciones, acusando el frío glacial en invierno
y el calor agobiante en verano. Padeció enfermedades, vio
morir a compañeros y soportó la crueldad y el ridículo de
los kapos, los guardianes internos del campo. Judíos muchos
de ellos, examinaban cada mañana si su camastro (que por su
corta estatura tenía que compartir con un corpulento judío
polaco) estaba bien alineado con los demás.
Aunque nada incitaba a conservar la esperanza,
él soportó tormentos, privaciones e incertidumbres que iban
agotando su salud e incrementando a cambio su fe; él, que
nunca había sido una persona religiosa. Se resistía a creer
que ser judío pudiera ser un pecado merecedor del castigo
que estaba sufriendo.
Pese a la escasez de noticias, se extendieron
rumores sobre un retroceso alemán en la guerra. Se vieron
confirmados cuando, a mediados de enero de 1945, los miembros
de las SS y soldados nazis empezaron a dejar el lager en manos
de los jefecillos que habían colocado para el mantenimiento
del orden. Durante unos días, mientras los guardias en Birkenau,
a punto de la desbandada, volaban las cámaras de gas y los
crematorios para borrar las pruebas de la barbarie, en Monowitz
asumió el mando el lagerälteste del campo.

La fábrica del campo de trabajo de Monowitz,
donde se destinó al escritor.
Este, un prisionero común alemán llamado Jupp
Windeck, ejercía su superioridad racial germana y la correspondiente
saña contra los judíos. En aquellas horas se creyó poco menos
que el heredero del Führer, y el maltrato a los prisioneros
se agravó. En el lager nada parecía haber cambiado: algunos
kapos oficiosos y serviles se empeñaban en mantener en los
bloques la disciplina impuesta por unos SS que ya habían escapado.
Los prisioneros estaban tan desanimados que tardaron en ser
conscientes de que su suerte estaba cambiando. No hubo celebraciones
cuando irrumpieron los soldados del Ejército Rojo.
La evacuación del campo a pie entre la nieve
y el hielo fue agotadora: mal calzados, mal abrigados y mal
alimentados, caminaron sesenta kilómetros por la estepa durante
siete días. Gran parte de Polonia todavía estaba ocupada por
los nazis, y los soviéticos los llevaban deambulando sin rumbo
claro hacia las partes liberadas. Algunos no resistieron y
fueron quedando a medio enterrar por el camino. Levi inmortalizó
aquella peripecia dramática, aunque también con algunos componentes
esperpénticos, en La tregua. En sus páginas describe las calamidades
hasta que consiguieron llegar a una estación de tren, donde
embarcaron sin saber cuál sería su destino. El renqueante
convoy fue pasando por instalaciones destrozadas, pueblos
perdidos en la estepa y estaciones semiabandonadas. De vez
en cuando, el tren se detenía en medio del campo sin razón
aparente, y pasadas unas horas volvía a ponerse en marcha
sin más.
No podían imaginar que su periplo se prolongaría
varios meses, cambiando de trenes en múltiples ocasiones,
con paradas incluso de semanas de duración. Iban a atravesar
un buen puñado de países antes de enfilar hacia Italia. El
trato que recibían de los soldados soviéticos era correcto,
comparado con el dispensado por los alemanes, pero la anárquica
organización resultaba surrealista. En el relato apasionante
que Levi ofrece, lo primero que queda patente es la capacidad
humana para resistir adversidades y apañárselas para sobrevivir.
A veces, las raciones de comida que repartían los soviéticos
eran abundantes y podían guardarse una parte, pero en otras
ocasiones se alimentaban de lo que lograban adquirir a los
campesinos en los mercados de pueblo a cambio de lo más inimaginable...,
o de lo que conseguían arrancar de los huertos que asaltaban.
Las patatas, los pepinos y, sobre todo, las zanahorias eran
el principal elemento de subsistencia. Se proveyeron poco
a poco de utensilios de cocina, y en las paradas improvisaban
hogares con unas piedras y guisaban algún potaje con aquello
que reunían. La única fuente proteínica que recibieron con
cierta frecuencia fueron salchichas. De vez en cuando cocinaban
en el suelo de los vagones, que se llenaban de un humo cegador.

Grupo de niños y jóvenes tras ser liberados
por el Ejército Rojo en 1945.
De todos modos, la resistencia de algunos tocaba
a su fin. Cada día que pasaba había algún componente menos
en el grupo. En aquella situación, en que los días se hacían
largos y las noches eternas, los viajeros tenían muchas horas
para pensar, para recordar la vida en el lager, para rebelarse
interiormente contra su suerte y para evocar la memoria de
sus seres queridos, de los que nada sabían desde hacía mucho.
La guerra, mientras tanto, avanzaba hacia su final. Los alemanes
se retiraban hacia el oeste, dejando tras de sí pueblos arrasados
por los bombardeos y gentes harapientas y asustadas que escapaban
de la presencia de cualquier desconocido. Durante las esperas
prolongadas, los supervivientes intentaban evadirse de las
fatalidades. Guiados por el fondo de aquella frase que luego
Levi acuñaría para la memoria, “los objetivos de la vida son
la mejor defensa contra la muerte”, algunos pasajeros montaban
espectáculos nocturnos alrededor de una hoguera que, cuando
menos, les proporcionaba el confort de la lumbre.
Tampoco faltaban fugaces escarceos sexuales
entre algunas parejas, o quien se olvidaba por unas horas
de sus desgracias emborrachándose con lo que había podido
adquirir o robar. Pero a los problemas acumulados se sumaba
la aparición de enfermedades contagiosas y de epidemias de
piojos y otros parásitos. La variedad de idiomas con que se
iban encontrando, empezando por el ruso de sus protectores,
les complicaba la comunicación y aumentaba la desconfianza
que su presencia despertaba en los pueblos donde desembarcaban.
Nadie sabía qué representaban los restos del uniforme del
campo que aún formaba parte de su indumentaria, pero les daban
aspecto de bandoleros y asustaban. Levi hablaba italiano,
y en el lager había aprendido algunas palabras de yidis que
le permitían entender algo de alemán. En octubre de 1945,
tras haber discurrido por Ucrania, Bielorrusia, Rumanía y
otros países, pasaron cerca de la frontera italiana, pero
el tren se dirigió a Múnich.

Gafas pertenecientes a los prisioneros que habían
sido ejecutados.
La capital bávara, que mostraba por doquier
los desastres de la guerra y se esforzaba por recuperarse,
generó en todos una sensación difícil de asimilar. Habían
cambiado las condiciones, pero, aunque todos aquellos alemanes
que discurrían por la ciudad parecían personas “normales”,
los antiguos prisioneros no podían desvincularlos del recuerdo
de sus sádicos guardianes.
"Teníamos la impresión –escribiría después Primo
Levi– de tener algo que decir, cosas enormes que decir a todos
los alemanes, y de que cada alemán debía hablarnos; sentíamos
la urgencia de sacar conclusiones, de explicar y de comentar
como jugadores de ajedrez el final de una partida. ¿Conocían
la existencia de Auschwitz, la masacre cotidiana y silenciosa
en las puertas de las casas? En caso afirmativo, ¿cómo podían
andar por la calle, regresar a sus casas y mirar a sus hijos
o cruzar el umbral de una iglesia? Sentía el número tatuado
en el brazo gritar como una llaga”.
Finalmente, el tren con destino a Milán cruzó
la frontera italiana. Los pasajeros llegaron a Turín el 19
de octubre. Hacía casi dos años que Primo Levi había sido
detenido y casi ocho meses desde su liberación del lager de
Monowitz. Aquel viaje insufrible, absurdo en su itinerario,
en busca de la libertad y el reencuentro, había terminado.
De los más de 1.200 judíos prisioneros que habían partido
de Italia hacia Auschwitz en febrero del año anterior, apenas
regresaban veinte. Su aspecto era penoso. Cuando Levi llamó
a la puerta de su casa sin saber si quedaba alguien de su
familia para recibirle, la portera del inmueble no le reconoció.
Todos se hallaban a salvo. Su madre, que ya no le esperaba,
le dijo al verle: “Hace frío, ponte un jersey”. “¡Ni hablar!”,
respondió. No iba a ponerse un jersey. Tampoco tenía ninguno.
Para alegría o desconsuelo, nadie puede elegir a sus
padres. La diosa Fortuna es la que se encarga de dilucidar
si naceremos en el seno de una familia rica, pobre,
bondadosa o cruel. A partir de ese momento no queda
más que asumir quiénes son nuestros progenitores y vivir
con ello. Aunque, en algunos casos, pueda ser una tarea
casi imposible. Uno de los ejemplos más claros en este
sentido es el de Brigitt Höss, supermodelo en la España
de Francisco Franco, gran descubrimiento del diseñador
Balenciaga y, para su desgracia, hija del comandante
de Auschwitz Rudolf Höss (responsable de la muerte de
un millón de personas en la Segunda Guerra Mundial).
Su vida fue una suerte de montaña rusa, pues pasó de
vivir entre lujos en el campo de concentración, a verse
obligada a escapar de su país tras el fin de la contienda.
Y todo ello, por culpa de su padre... Höss, el mismo
hombre que se enorgullecía de haber encontrado una forma
rápida y eficaz de acabar en masa con los reos judíos,
era también un hombre que le daba gran importancia a
la vida familiar. Así lo demuestra el que tuviera cinco
hijos con su esposa en poco más de una década. El primer
niño en llegar fue Klaus, y lo hizo tan solo tres meses
y después de que la pareja contrajera matrimonio en
1930. Luego vinieron al mundo, de forma respectiva,
Heidetraut (1932), Inge Brigitt (1933), Hans-Jürgen
(1937) y Annegret (1943). Los tres primeros arribaron
a una Alemania que, como bien recuerda Tania Crasnianski
en su obra «Hijos de nazis», estaba en plena ebullición
política. «Durante ese cambio, la familia Höss vivía
aislada, en una granja sobre el mar Báltico», explica
la investigadora gala.

Hoss, junto a su familia. A la izquierda,
Brigitt.
Todo cambió cuando Höss entró en las SS
y fue destinado al campo de concentración de Dachau
allá por 1934. Fue en ese instante cuando comenzó su
viaje hacia las cloacas más pestilentes del régimen
nacionalsocialista: la futura aniquilación de cientos
de miles de judíos en las cámaras de gas. Poco después
acudieron a reunirse con él su mujer y sus -por entonces-
tres pequeños. Allí, en una casa ubicada en las cercanías
de la prisión, vivieron sin privaciones y rodeados de
los lujos típicos de un oficial de su cargo. Nuestra
protagonista, la joven Brigitt, pasaba aquellas jornadas
en el colegio para hijos de oficiales (donde no confraternizaba
con los reos) y en el hogar, con su madre. Mientras,
su padre se convertía, poco a poco, en uno de los hombres
de confianza del líder de las SS Heinrich Himmler y
del propio Adolf Hitler. Lo cierto es que Höss se ganó
su fama de cruel y efectivo gracias a una sencilla máxima:
seguir al pie de la letra las órdenes de sus superiores.
A esta unió una enfermiza obsesión por el trabajo que,
a la postre, convirtió Dachau en el perfecto ejemplo
de lo que debía ser una prisión del Tercer Reich. «La
temible eficacia de Höss y su sentido estratégico y
práctico contribuyeron a su ascenso», añade la autora
en su obra. Todo ello hizo que, en 1938, el alto mando
le enviara hasta el campo de concentración de Sachsenhausen
como primer adjunto. De nuevo, y como si fuera una letanía,
su familia se trasladó hasta una vivienda ubicada en
las cercanías del recinto. Por entonces, la pequeña
Brigitt disfrutaba de la vida en familia junto a su
padre sin saber que, fuera de los muros de su nuevo
hogar, este se dedicaba a orquestar la matanza sistemática
de miles de prisioneros.
La autora gala describe en su obra cómo
era la vida cotidiana de Höss... y lo cierto es que
la lectura es escalofriante. No ya por su triste labor
como oficial al mando de la barbarie organizada en aquella
cárcel (que también), sino porque, cuando regresaba
a su hogar, representaba a la perfección el papel del
buen padre de familia. Ya en la tranquilidad de la casa,
el germano no tenía reparos en poner música a sus hijos
en un gramófono o contarles cuentos antes de que se
acostaran. «Le encantaba la historieta de Max y Moritz,
sobre dos niños que desobedecían a los adultos y eran
severamente castigados», explica Crasnianski. Aquella
doble vida forjó en Brigitt la idea de que su padre
era un hombre sencillo que pasaba demasiadas horas trabajando
fuera de casa. La candidez de la infancia. Lo cierto
es que llevaba razón en parte, pues Höss era un enamorado
de su trabajo y pasaba horas fuera de casa. En todo
caso, la confianza que tenían en él los altos cargos
del Tercer Reich quedó patente cuando Himmler le ofreció
la dirección de un nuevo campo de concentración ubicado
en las cercanías de Cracovia: Auschwitz. Por entonces
el calendario marcaba el mes de mayo de 1940. «Una vez
construido el campo, el resto de la familia fue a vivir
con él en una casa vecina», añade la autora. La vivienda
estaba separada de las cámaras de gas por un escuálido
muro y por una reja que permitía a Brigitt y a sus hermanos
convivir a diario con la muerte. Aunque lo hacían rodeados
de lujos como chocolate, azúcar y leche. Alimentos escasos
en aquellos años. Tampoco le faltaban a la pequeña una
pléyade de sirvientes; desde un sastre, hasta un peluquero.
Todos ellos, reos.

Brigitt Hoss, durante su infancia.
La pequeña, a su vez, solía codearse con
los altos cargos del nazismo. Y es que, personajes como
Heinrich Himmler, Adolf Eichmann (uno de los arquitectos
del Holocausto) o Richard Glücks (jefe inspector de
los campos de concentración) pasaban de forma recurrente
por la casa de los Höss para conocer las novedades del
lugar y saludar a los niños. «La familia se sentía muy
honrada cuando los visitaba el “tío Heini” [Himmler].
A Rudolf le gustaba fotografiar a sus hijos ataviados
con sus mejores ropas, sobre las rodillas del Reichsführer»,
añade Crasnianski. Estos mandamases parecían vivir ajenos
al expolio de alimentos, ropa y riquezas que hacía el
comandante de aquel centro de muerte. El botín era extraído
directamente del «Canadá», el barracón al que se llevaban
las pertenencias de los presos. La vida de los Höss
era similar a de una familia adinerada de Alemania.
Ropa fina, ricas viandas, fiestas nocturas... Aunque,
eso sí, con vistas a las chimeneas de los hornos crematorios.
Así definió Brigritt aquellos días de bonanza: «Algunos
detenidos-jardineros arreglaron todo el jardín. Plantaron
flores hermosísimas y arbustos. De todos los colores.
Nos enviaban regularmente a casa miles de macetas de
flores y semillas. A mamá le gustaba pasar el tiempo
en el jardín y plantar nuevas flores. También teníamos
una huerta, en la que cultivábamos diferentes legumbres.
Papá hizo instalar una piscina en la que podíamos bañarnos,
y un gran tobogán de madera, solo para nosotros. […]
Papá hizo que nos llevaran toda clase de animales: conejos,
tortugas, gatos, culebras, martas. […] Nada es demasiado
bello para nosotros».
Pero la vida de lujo de los Höss tenía
fecha de caducidad. Su final empezó a fraguarse desde
el mismo instante en que, tras casi dos años aguantando
el envite del ejército alemán en Stalingrado, los soviéticos
rompieron el cerco nazi e iniciaron su avance sobre
Berlín. A partir de entonces los germanos comenzaron,
desesperados, una carrera contra el tiempo cuyo objetivo
era acabar con las pruebas de la temible Solución Final
(el exterminio masivo de judíos en las cámaras de gas).
A lo largo y ancho de las fronteras del Tercer Reich
decenas de presos fueron obligados a caminar cientos
de kilómetros hacia el interior de Alemania en las llamadas
«marchas de la muerte». La finalidad era que, cuando
el Ejército Rojo liberara aquellos centros de muerte,
no hallara testigos que pudiesen contar las tropelías
que habían perpetrado. Höss, uno de los oficiales más
apreciados en el Reich tras haber mantenido las cámaras
de gas de Auschwitz a pleno rendimiento, sabía que sería
ejecutado si caía en manos de los aliados. Por ello,
en 1944 empezó a planear su huida. Y esta se materializó
poco después de que Hitler se suicidara en el búnker
de la Cancillería el 30 de abril de 1944. Después de
aquel golpe moral, Rudolf partió hasta Flensbourg junto
a su hijo. Su delirante objetivo era alistarse en el
supuesto último ejército nazi que estaba organizando
Himmler. Mientras, su mujer y las pequeñas se quedaron
en el norte de Alemania. Por entonces, la familia todavía
creía en la posibilidad de un contraataque. Pero aquello
era una mera fantasía que quedó destrozada en mil pedazos
cuando el líder de las SS recibió al comandante de Auschwitz
con unas palabras tan sinceras como descorazonadoras:
«Todo ha acabado».

Hoss, poco antes de ser ahorcado.
La máxima estaba clara: salvar la vida.
Al menos, aquel que pudiera. Höss tuvo suerte en principio,
pues logró hallar un escondrijo cerca de la casa en
la que también se escondía su familia. Pero no le sirvió
de mucho cuando los cazadores de nazis dieron con la
pista de su mujer y sus hijas y las interrogaron. «Brigitt,
de trece años en aquel momento, recuerda que los oficiales
ingleses le gritaban: “¿Dónde está tu padre? ¿Dónde
está tu padre”», explica la autora. Al final, la que
desveló su paradero fue su esposa. El resto, como se
suele decir, es ya historia. El cruel comandante del
campo de concentración más efectivo de Reich fue capturado,
juzgado en Núremberg y colgado por su participación
directa en el Holocausto. Durante el juicio, el altivo
oficial tuvo la sangre fría de corregir al tribunal
cuando este afirmó que el nazismo había terminado con
dos millones y medio de vidas: «Solo fueron dos millones
y medio. Los demás murieron de hambre, agotamiento o
enfermedad».
Rechazada por su íntima relación con el
régimen nazi, la familia Höss vivió los años siguientes
en la más extrema pobreza. Su respuesta a la persecución
que los aliados hicieron de los criminales de guerra
y de sus familias fue la negación; obviar que habían
tenido relación alguna con Rudolf. Después del ajusticiamiento
del comandante de Auschwitz se mudaron al pueblo de
St. Michaelisdonn (al norte de Hamburgo). Allí vivieron
nada menos que diez años soportando la desidia de muchos
de los vecinos. Compartir edificio con la familia de
uno de los verdugos de Hitler no suponía un orgullo
para una población que, en muchos casos, se sentía culpable
por el ascenso del Tercer Reich. Así se mantuvieron
hasta 1950, época en la que Brigitt decidió abandonar
el hogar familiar para buscarse una nueva vida fuera
de aquellas fronteras. La joven, apenas una veinteañera,
viajó hasta España. Su objetivo no era otro que huir
de los bárbaros actos de su padre; intentar que nadie
la relacionara con él. Por entonces ya sabía que usar
el apellido Höss era peligroso, así que lo evitaba.
Una vez en nuestro país, la germana conoció a Cristóbal
Balenciaga, a quien debió impresionarle su figura, pues
la contrató como modelo. No parece raro ya que, según
los testimonios recogidos por el diario «New York Times»
en 2013, se había convertido en una mujer alta, rubia,
extremadamente bella y con un porte de rudeza ideal
para las pasarelas.
Brigitt trabajó tres años como modelo
para Balenciaga en la España dirigida por Francisco
Franco. Su carrera fue fulgurante. Lució caros vestidos
frente a grandes figuras de la política de entonces
como la misma Carmen Polo. De hecho, la soltura y firmeza
con las que desfilaba hacían que el diseñador la llamara,
cariñosamente, «mi pequeño soldado alemán». La ropa
que llevaba fue utilizada por grandes personalidades
como Jackie Kennedy y otras tantas mujeres famosas en
toda Europa. En aquellos años, como desveló en varias
entrevistas posteriores, rechazaba el Holocausto y las
ideas que había defendido su padre. Aunque no podía
evitar recordar a Rudolf con cierto cariño. «Parecía
el mejor hombre del mundo. Siempre dulce y amable con
los que le rodeaban. Debía de haber dos caras en él.
El que yo conocía y otro. Para mí era el hombre más
bueno del mundo», afirmó.

Rudolf Hoss, tras ser capturado.
Con el paso de los meses, Brigitt conoció
a un norteamericano de origen irlandés que trabajaba
para una empresa establecida en Estados Unidos. El trabajo
de ambos les llevó a recorrer medio mundo. Desde Liberia
hasta Irán. Así, hasta que contrajeron matrimonio en
1961 y tuvieron dos hijos. «Poco después de conocerse,
Brigitt le habló a su futuro marido de su filiación.
Este dijo que la noticia le impactó, pero que, después
de discutir el asunto, comprendió que ella también había
sido una víctima. Brigitt no era más que una niña cuando
tuvieron lugar esos hechos y, de la noche a la mañana,
había pasado de una vida de lujos a la miseria», explica
la autora francesa en «Hijos de nazis». Con el paso
de los años se trasladó a Estados Unidos, donde se estableció.
Al otro lado del charco trabajó durante 35 años en una
tienda de ropa (Saks Jandel) propiedad de dos judíos.
Allí, llegó a vestir a personajes como Nancy Reagan,
Hillary Clinton o Barbara Bush. Todo parecía irle sobre
ruedas hasta que los directores de la cadena se enteraron
del pasado de su padre. Sin embargo, y según determinó
la propia Brigitt en una entrevista posterior, fueron
bastante comprensivos en lo que a este tema respecta:
«No hubo recriminaciones. Me dijeron: “No podía evitar
lo que hizo, solo eras una niña. Tienes que aceptar
lo que sucedió”». Ella es partidaria de esa teoría,
aunque también sabe que lo que hizo su familia será
imborrable: «Cuando lo supe me dije, “no puede ser”,
pero hay que aceptarlo. Ocurrió en mi familia y me pongo
muy triste cuando lo pienso […] A pesar de todo, mi
padre era el hombre más agradable del mundo. Era muy
bueno con nosotros Pero él hizo lo que hizo».
A 100 km del mayor templo de la ludopatía
del mundo, Las Vegas, en un pueblo en medio del desierto
del estado de Nevada, Barbara Cherish, sigue mascando
y tratando de deglutir la culpa y la vergüenza del Holocausto
judío. Crímenes contra la humanidad que ella no cometió
-nació en 1943- y que sin embargo la han perseguido
y atormentado desde que abandonara Alemania en 1956
con la siniestra y a la vez atractiva foto de un oficial
de la SS, su padre, Arthur Liebehenschel, Kommandant
del campo de Auschwitz de noviembre de 1943 a mayo de
1944.
Barbel Liebehenschel, -Barbara Cherish
desde que pisó EEUU- tiene una voz dulce, casi juvenil
a pesar de haber cumplido ya los 67. Por teléfono relata
la obsesión por un pasado inconfesable durante 40 años,
que la ha obligado a investigar finalmente los horrores
nazis que perpetraron los oficiales de la SS, en la
figura de su padre. "Cuando abandoné Alemania después
de que mi madre fuera ingresada en un psiquiátrico y
mis hermanas mayores entregadas a otros hogares de acogida,
mi nueva familia americana me advirtió de que no hablara
de mi padre, que no averiguara nada acerca de él. Durante
toda mi vida mantuve el secreto encerrado en lo más
profundo, mirando furtivamente la foto del hombre que
me dio la vida. Necesitaba desesperadamente saber qué
tipo de persona era después de conocer la brutalidad
del régimen Nazi" explica Bárbara.
Arthur Liebehenschel fue el penúltimo
comandante del siniestro campo de exterminio de Auschwitz
I -el complejo incluía también el campo II o Auschwitz-Birkenau
y el III o Auschwitz-Monowitz-. Apresado en 1945 fue
juzgado en Polonia donde fue condenado a muerte y colgado
en 1948. Sirvió en las filas de las SS desde 1929 y
llegaría a alcanzar cargos de gran responsabilidad como
un importante puesto en el departamento que coordinaba
administrativamente todos los campos de exterminio.
Bárbara no supo realmente la magnitud de las atrocidades
hasta que estuvo en EEUU, acogida precisamente por un
piloto norteamericano que había combatido contra los
nazis. "Cuando la guerra terminó y pasamos a convertirnos
en refugiadas sabía que mi padre había sido un importante
dirigente nazi pero no podía comprender la magnitud
del Holocausto" recuerda. Sería después cuando su pasado
familiar la carcomiera poco a poco. Pero ni siquiera
lo habló ya casada, con su marido -a pesar de que conocía
la historia- ni con sus hijos -a quienes se la ocultó-.
Es sorprendente descubrir cómo los vínculos
de sangre pueden llegar a ser tan atávicos; Bárbara
no llegó a conocer a Arthur, de hecho, su padre las
abandonó a ella, a su esposa y a sus otras dos hijas
-Brigitte y Antje- al poco de nacer, cuando se enamoró
de Anneliese Huettemann la secretaria con quien compartía
largas horas de trabajo. El hijo mayor, Dieter, se enroló
en las SS con apenas 15 años y pasó cinco años prisionero
de los soviéticos tras ser capturado en Lublin. Precisamente
el divorcio de su padre con Gertrud, la madre de Barbara,
y su pasión por Anneliese fueron el detonante para que
fuera enviado a Auschwitz en sustitución de Rudolph
Hoess, el psicópata responsable desde su construcción.
El destino no era si no una degradación por su licenciosa
vida familiar, que las SS castigaron. "Mi padre no quería
ir allí, para entonces -noviembre de 1943- todos sabían
lo que ocurría y renegaba para sus adentros de la terrorífica
máquina de matar en que se habían convertido las SS".
O al menos esa es la conclusión a la que llegó Barbara.

Tras un divorcio doloroso en 1991 decidió
que era la hora de exorcizar los demonios de su pasado
-que hasta entonces no había revelado ni a sus hijos-
y comenzó a investigar todo lo relativo a su padre,
primero con los recuerdos de sus hermanas mayores Brigitte
y Antje -con las que mantuvo el contacto- con la correspondencia
y los diarios de Arthur Liebehenschel y después en archivos,
bibliotecas e incluso a través de entrevistas con supervivientes
judíos de Auschwitz que le recordaban como jefe del
campo. Fruto de ello ha publicado El comandante de Auschwitz,
(Editorial Laooconte). En él reconstruye minuciosamente
la vida de su familia desde la alegre casa de Austria
-desde donde se observa el célebre paisaje de Sonrisas
y Lágrimas- alquilada a su padre como miembro del partido
nazi por 99 años, hasta los interrogatorios de Arthur
en Nurenmberg y las órdenes de mando del campo de Auschwitz.
Aunque Barbara condene con rotundidad a los nazis, su
investigación le ha permitido ver a su padre casi como
una suerte de Oscar Schindler en miniatura, a pesar
de ser nada menos que un Teniente Coronel de las SS
jefe de un campo de exterminio "Mi padre no era un monstruo,
cuando le enviaron a Auschwitz ya no tuvo elección,
pensó que desde allí podría ayudar mejor a los prisioneros".
Barbara lo demuestra con documentos que hablan de mejores
condiciones de vida para los presos, de la suspensión
las ejecuciones -fusilamientos arbitrarios, al margen
de las cámaras de gas- mientras su padre fue el Comandante,
así como el testimonio de algunos de los supervivientes.
Aún así reconoce que su padre mintió en Nurenmberg al
declarar que no sabía nada de los trenes ni de los crematorios
de Birkenau (Auschwitz II) y que no había otro veredicto
posible en ese momento. Conocer la verdad, no ha cerrado,
sin embargo, la profunda herida. "Lo peor es pensar
en todos aquellos niños que como yo llegaban al mundo
entonces y fueron privados de su vida" suspira después
de un silencio. En Pahrum Nevada, a dónde se mudó desde
California, donde había vivido desde que llegó a los
EEUU nadie sabe quién es su padre y aún le es imposible
hablar de ello. El oprobio pesa como la enorme losa
que no tuvieron los millones de judíos incinerados "al
igual que todos los alemanes hijos de los perpetradores
del Holocausto". A pesar de haber conocido a algunos
supervivientes judíos, teme hablar con ellos, enfrentarse
a sus rostros. La culpa y la vergüenza le siguen surgiendo
de dentro cómo si el amor que siente instintivamente
por el padre que le dio la vida la conectaran con la
representación del mal absoluto, la del nacionalsocialismo
alemán. Barbel sigue soñando de vez en cuando con unas
manos enfundadas en guantes de cuero negro que la atraen
desde el cielo... "un terrorífico poder maligno que
intenta arrastrarme [...] pero en el instante en que
me tocan siento un embriagador río de amor y de paz".
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