Cancelando la historia.
Costaza Rizzacasa d’Orsogna es licenciada en
Escritura por la Universidad de Columbia (Nueva York), periodista
y escritora especializada en cultura y literatura norteamericanas
y en problemas relacionados con la diversidad. Es autora de
cuentos, novelas y poesía. Su primera novela ha sido adaptada
al teatro. Algunas de sus entrevistas para el Corriere della
Sera y su suplemento cultural se han incorporado al libro
La cultura de la cancelación en Estados Unidos.
La lista de obras y autores cancelados mueve
al escándalo: Philip Roth, Blake Bailey, Mark Twain, Harper
Lee, Hemingway, Norman Mailer, Homero, Mary Poppins, Scott
Fitzgerald, Ovidio, Falkner, Platón, Dostoyevski …
Están proliferando en EE.UU. los ‘trigger warnings’,
advertencias sobre contenidos susceptibles de molestar en
obras literarias, lo cual es una síntoma de la llamada cultura
de la cancelación que ha provocado expulsiones de profesores,
censuras a escritores y prohibición de libros en bibliotecas
públicas. La periodista italiana Costanza Rizzacasa lo califica
de “movimiento antiintelectual” en este libro que es como
un gran reportaje, basado en investigaciones y entrevistas
a profesores y profesionales del mundo académico y editorial.
Advierte que ya no se trata de una mera cuestión de corrección
política, sino que los canceladores apuntan a la vida privada
de los cancelados, a quienes acusan de contaminar sus obras.
Grandes autores del canon occidental, como Shakespeare, Faulkner,
Hemingway o Philip Roth están en el punto de mira de los canceladores.
Así a Mark Twain se le acusa de usar lenguaje racista; a Harper
Lee, de salvacionismo blanco en Matar a un ruiseñor; y a Philip
Roth de “misógino maquiavélico”, basándose en la memoria de
una de sus esposas, lo que lleva a preguntarse a Rizzacasa
qué tiene que ver el comportamiento personal de un autor con
sus libros. Lo cierto es que cada vez más editoriales cuentan
con un sensitivity reader, vigilante de las incorrecciones
raciales. La cultura occidental, en general, está bajo sospecha,
porque hasta el latín y el griego han sido atacados por ser
lenguas ligadas a la supremacía blanca y al colonialismo.
Alejada de esos ánimos encendidos, airados e
hipersensibles, Rizzacasa d’Orsogna analiza aquí un fenómeno,
de cuyo origen fue testigo en los años en que fue estudiante
en Estados Unidos, que ha devenido en pocas décadas en uno
de los asuntos más delicados con los que actualmente lidia
la cultura occidental.
Las conclusiones son inquietantes. Porque la
cultura de la cancelación suprime el debate, ya que los canceladores
“no sienten la necesidad de explicar su posición, sino que
están convencidos de que es la única correcta”; porque se
instala el miedo en la universidad; el victimismo pone en
peligro el intercambio de ideas y limita la libertad de expresión;
disminuye la confianza en las instituciones y en los expertos
etc. Todo ello acrecienta la polarización, de hecho ya se
habla abiertamente en Estados Unidos de la posibilidad de
una guerra civil, algo impensable hace unos años. Como advierte
uno de los entrevistados por la autora, no hay una sola guerra
armada a la que no haya precedido una guerra cultural. La
autora matiza que la cultura de la cancelación no parte solo
de la izquierda, sino también desde la derecha, en asuntos
como el lenguaje obsceno o blasfemo, el contenido sexual o
contrario a los valores religiosos.
Lo que los Simpson reflejaron en un episodio
de 1991 también ocurrió en Rusia en 2016: el David de Miguel
Ángel fue censurada por considerarse "ofensiva". A principios
de 2023 en Tallahassee (Florida), se procedió al despido
de la directora de una escuela por enseñar a sus alumnos la
escultura, al que los padres consideraron "pornográfico".
No niega Rizzacasa que es preciso reconocer
los comportamientos equivocados que antes se toleraban así
como el dolor causado, pero el problema es pensar que todo
el dolor que sufrimos es daño que se nos hace; todo el daño
es trauma, y todo trauma viene de alguien abusador. El problema
es vivir la indignación como estilo de vida, y como bien de
consumo con su mercado y su marketing. Además de que, si acabara
imponiéndose la censura de la cancelación, se cumpliría la
profecía de Dostoievski: “Las personas inteligentes tendrán
prohibido hacer cualquier tipo de reflexión para no ofender
a los imbéciles”.
De un tiempo a esta parte, al abrir una novela,
el lector puede encontrarse con una nota aclaratoria o exculpatoria
como: “algunas expresiones proferidas por los personajes de
esta novela obedecen al contexto determinado y a la época
en que se desarrolla la historia, y no reflejan en absoluto
la opinión del autor”. Algo de ese tipo. Una excusatio non
petita innecesaria (la diferencia entre autor y personaje
es, o debería ser, obvia para cualquiera), impensable hasta
ahora y, francamente, ridícula. La costumbre se ha implantado
hasta el punto de que dichas advertencias tienen ya su nombre;
en inglés, por supuesto, ya que es Estados Unidos el país
de origen: trigger warnings, advertencias sobre contenidos
susceptibles de molestar. Sin entrar en lo que supone esa
ignorancia básica sobre lo que son opiniones de los personajes
y opinión del autor, tales avisos son un síntoma de algo que
viene ocurriendo en los últimos años, y que constituye una
característica de estos tiempos. El fenómeno tiene diversos
nombres, según quien lo designe: corrección política, movimiento
woke, cultura de la cancelación, ofendiditos… Y aunque el
asunto pueda parecer irrelevante, incluso prestarse a bromas,
la llamada cultura de la cancelación ha provocado expulsiones
de profesores, censuras a escritores, prohibición de libros
en bibliotecas públicas… Las noticias sobre estos hechos saltan
a menudo a los medios de comunicación. Solo por poner un ejemplo
reciente, el diario El País publicaba el dato de que el número
de peticiones para retirar libros de las bibliotecas de Estados
Unidos fue de 2.571 en 2022, el doble que el año anterior.
Este triste récord se bate año tras año, de modo parecido
a como lo hace el de las temperaturas (comparación que no
deja de ser ominosa si pensamos en el clásico Fahrenheit 451,
que tenía precisamente que ver con el calor y con los libros).
Libros prohibidos y censura dentro de una monográfico
de nuestra bibliotecaria.
Costanza se ocupa de la cultura de la cancelación
en el país en el que ha surgido, y que la está exportando,
en este libro que es como un gran reportaje, centrado en diversos
autores y casos de cancelación, y basado en investigaciones
y entrevistas a profesores y profesionales del mundo académico
y editorial. Pues este “movimiento antiintelectual”, “la furia
ciega de la cancelación”, se extiende, desde la escuela a
las editoriales. Un par de observaciones previas: el ánimo
censor no es exclusivo de la izquierda, aunque quizá los casos
promovidos por ella tengan más resonancia, y la expresión
cultura de la cancelación procede de la derecha estadounidense,
que la considera censura; para la izquierda, se trata de asunción
de responsabilidades y rendición de cuentas. Y no falta quien
niega la existencia del fenómeno.
El argumento de los canceladores ha pasado de
ser una mera cuestión de corrección política, centrada en
el lenguaje y pensada para no ofender a cualquier grupo social,
a ir más allá y ocuparse de la obra de numerosos autores,
contaminada no ya por su contenido, sino por la vida privada
del autor. El entusiasmo cancelador no se arredra ante los
méritos literarios. La escritora estadounidense de origen
indio Padma Venkatraman ha expresado muy bien la idea que
subyace en el movimiento: “Si eximimos a Shakespeare de sus
responsabilidades solamente porque vivía en una época histórica
en la que prevalecían sentimientos de odio, corremos el riesgo
de estar transmitiendo el mensaje de que la excelencia académica
es más importante que la educación y el respeto”. Si algo
así se puede decir de Shakespeare, el autor que ofrece la
mayor amplitud de la pasión humana, al decir de T. S. Eliot,
y al que Harold Bloom coloca en el centro del canon occidental,
que no esperen compasión Hemingway, Faulkner, Mark Twain,
Philip Roth o Salinger, autores, entre otros, de lo que se
ocupa Rizzacasa d’Orsogna. Como dice esta, Estados Unidos
está replanteándose su propio canon literario –y más cosas-
a la luz de lo políticamente correcto. Los casos que lo demuestran
proliferan. Las aventuras de Huckleberry Finn del gran Mark
Twain, que ya en su día fue objeto de críticas por su lenguaje
y su “humorismo ciertamente no adecuado para señoras”, hoy
(cuando lo incorrecto es pensar que haya algo no adecuado
para las señoras) lo es por el lenguaje racista de los personajes,
que –sobra decirlo- era el propio de esos personajes en la
época en que se escribió. A Harper Lee se la acusa de salvacionismo
blanco en su clásico Matar a un ruiseñor por convertir en
héroe al protagonista blanco que defiende a un negro en un
juicio. A Jeanine Cummins, de apropiación cultural (a los
canceladores no les faltan etiquetas para colgar en todo aquello
que combaten) por escribir de migrantes mexicanos –en su novela
Tierra americana– sin ser ella ninguna de las dos cosas.
Esto último tiene su particular adaptación al
cine cuando se rechaza que la gentil Helen Mirren interprete
a la judía Golda Meir o que el español Javier Bardem encarne
a un cubano (cosa que ya hizo en 2000 con el escritor Reynaldo
Arenas, sin que levantara el menor escándalo: o tempora o
mores). Que estas acusaciones no son inocuas ni meras anécdotas,
lo demuestran consecuencias como las que acarreó el caso de
Cummnis: la editorial pidió disculpas, canceló una gira de
promoción de la autora y recibió a una representación de las
minorías de las que partían las críticas, a la que prometió
aumentar el número de trabajadores de orígenes latinoamericanos.
Las editoriales en general cuentan cada vez más con la presencia
de un sensitivity reader, un vigilante de las incorrecciones
raciales. Hoy, Faulkner resulta incómodo y se le está eliminando
de las lecturas recomendadas para escuelas y universidades,
por su visión de los negros y la vida en el Sur. Pero, como
dijo el escritor negro James Baldwin, “la condición del negro
en los Estados Unidos es una forma de locura que afecta a
los blancos”. “Y nadie ha contado esa locura mejor que Faulkner…
Su grandeza reside en que cuenta las vergüenzas de los blancos…
no es ningún apologeta del Viejo Sur”, sostiene la autora.
En este pueblo somos muy de Faulkner.
Otras veces, las críticas no se dirigen a la
obra, sino a la vida privada del autor. Es el caso de Philip
Roth, incluso de su biógrafo Blake Bailey. Este, por partida
doble: por el hecho de ocuparse de un escritor de vida personal
discutida y por su propia vida personal. Las acusaciones a
Roth se basan, en buena parte, en las memorias de una de sus
esposas, que lo tildaba, entre otras cosas, de “misógino maquiavélico”.
Las acusaciones que algunas mujeres dirigían a su biógrafo
eran más graves: abusos y violación. Pero -argumenta la autora
del libro- aparte de que otros testimonios, también femeninos,
podrían dar una visión distinta de Roth, y de que las acusaciones
a ambos no son más que acusaciones que deberían probarse;
incluso dándolas por buenas y admitiendo la gravedad de las
dirigidas a Bailey, debemos preguntarnos qué tiene que ver
el comportamiento personal de un autor, cualquiera de ellos,
con los libros que escribieron. En otras palabras, si el fabricante
de una aspiradora tiene un pasado de acosador sexual ¿habrá
que retirar la aspiradora del mercado? ¿Se puede leer Mein
Kampf sin ser partidario de Hitler? Shakespeare, Faulkner…
Ni la excelencia literaria ni las barreras cronológicas detienen
a los partidarios de la rendición de cuentas. Los venerables
estudios clásicos han sido atacados por entender algunos que
el latín y el griego son lenguas ligadas a la supremacía blanca
y al colonialismo. Aunque la defensa de dichos estudios debería
ser superflua, la autora no deja de recoger la opinión de
un profesor emérito de estudios clásicos de Princeton (Andrew
L. Ford), universidad de la que han partido algunos de esos
ataques: “Nunca nadie se ha hecho más sabio ignorando sistemáticamente
culturas tan inmensas y tan profundamente influyentes como
la griega y la latina”.
Y de nuevo The Simpsons. Y de cómo un producto
de éxito puede caer en barrena si no se canalizan como es
debido las quejas de los consumidores. Esta es la idea principal
del episodio ‘Rasca, Pica y Marge’. El episodio es una sátira
sobre la censura que empieza con Maggie atacando a Homer con
un mazo y, por ello, Marge culpa a los dibujos animados Itchy
& Scratchy. Marge forma la agrupación «Springfildianos por
la No Violencia, Comprensión y Ayuda» —SNUH, por sus siglas
en inglés— y obliga a la familia a manifestarse en el exterior
de los estudios donde se producen los dibujos. Con el tiempo,
la protesta comienza a coger fuerza y más gente se une e incluso
a protestar junto a The Krusty the Klown Show, programa en
el que se emite Itchy & Scratchy. A continuación, Marge aparece
en el programa de Kent Brockman, Smartline, donde invita a
los padres a que envíen cartas para pedir el cese de la violencia
en los dibujos animados. Tras la llegada de muchas más quejas,
Mayers reconoce su derrota y cancela la violencia de los dibujos.
El triunfo de una tia loca.
En la nueva versión [de los dibujos] se ve a
los protagonistas sentados en un balancín y bebiendo limonada,
lo que hace que Bart, Lisa y todos los niños del pueblo dejen
de ver el programa y salgan de sus casas a divertirse. Es
más, por la noche, Bart y Lisa presumían ante sus padres de
lo que habían hecho a lo largo del día. Mientras tanto, el
David de Miguel Ángel estaba en un tour por los Estados Unidos
y Springfield es uno de los destinos programados. SNUH urge
a Marge a protestar contra la escultura debido a que es ofensiva
e inapropiada. Sin embargo, ella cree que es una obra maestra.
Mientras aparece en Smartline, Marge reconoce que está mal
censurar una parte del arte pero no la otra y concluye de
forma triste que mientras una persona pueda discrepar de su
postura ella tampoco debe hacerlo. Eso hace que Itchy & Scratchy
vuelva a su formato original y que los niños de Springfield
abandonen sus saludables actividades para permanecer frente
al televisor viendo la serie. Homer y Marge van a ver el David
y esta expresa su decepción respecto a que los niños se queden
en casa viendo como «un gato y un ratón se destripan entre
sí». Finalmente, Marge se alegra cuando Homer le recuerda
que en la escuela les obligarán a ir a los museos.
Más allá de los casos concretos como los citados,
hay conclusiones inquietantes que se desprenden de ellos y
a las que se refiere el libro. Estas tienen que ver con la
supresión del debate (los jóvenes canceladores “no sienten
la necesidad de explicar su posición, sino que están convencidos
de que su posición es la única correcta”), el miedo que se
ha instalado en la universidad o el hecho de que la cultura
del victimismo pone en peligro el intercambio de ideas. Por
otro lado, “se trata de un movimiento tan apegado a las palabras,
que parece perder de vista la sustancia”. Como dice el lingüista
de Columbia John McWhorter, “estamos tan ocupados haciendo
de policías del lenguaje del prójimo que nos olvidamos de
cuál sería de verdad nuestro cometido, que… consiste en remangarse
y ponerse manos a la obra para cambiar la sociedad en la práctica”.
“De la segunda era de lo políticamente correcto –escribe la
autora- resultarán una creciente polarización fuera y dentro
de los campus, una menor libertad de expresión y económica,
una confianza a la baja en las instituciones y en los expertos,
menos creatividad de los alumnos…”. La polarización es un
asunto mayor; pues, como se dice en el libro, esta creció
a raíz de la pandemia (en contraste con otra catástrofe anterior,
la del 11-S, que unió a la población) y hoy se habla abiertamente
en Estados Unidos de la posibilidad de una guerra civil, algo
(el mero hecho de considerar la posibilidad) que, hace unos
años, hubiera sido impensable.
Y, como recuerda uno de los entrevistados por
la autora, son las guerras culturales las que pueden llevar
a esa ruptura del sistema democrático y no hay una sola guerra
armada a la que no haya precedido una guerra cultural. Otra
conclusión en la que insiste la autora del libro es que la
censura procede tanto de la izquierda como de la derecha.
Si la de la izquierda, quizá más publicitada, tiene que ver
con la llamada teoría racial crítica y lo que ella implica,
la de la derecha responde a asuntos clásicos como el lenguaje
obsceno o blasfemo, el contenido sexual o contrario a los
valores religiosos, promover la desconfianza hacia las fuerzas
del orden (lo que eliminaría toda la novela policiaca moderna)
o la enseñanza relacionada con la teoría racial crítica o
la diversidad sexual; es decir, una enseñanza que pueda infundir
en quienes la reciban un sentimiento de culpa por las acciones
de su antepasados blancos. Esto último como se ve, un caso
de supersimetría. Los motivos anteriores los esgrimen quienes
impugnan la presencia de ciertos libros en las bibliotecas
de Estados Unidos. Y que son mayoritariamente padres de alumnos
(un 50%). Los grupos políticos o religiosos constituyen el
9% de los impugnadores, y los alumnos, solo el 1%.
Como siempre que se abordan estos asuntos, conviene
recordar las buenas intenciones (esas que empiedran el camino
al infierno) que están en su origen. Pero, “si por una parte
es importante reconocer los comportamientos equivocados que
antes se toleraban, y si bien es fundamental entender los
aspectos psicológicos de un daño que alguien ha sufrido, así
y todo nuestra sensibilidad –nuestra susceptibilidad- se ha
puesto verdaderamente por las nubes”, escribe la autora. El
problema es pensar que todo el dolor que sufrimos es daño
que se nos hace; todo el daño es trauma, y todo trauma viene
de alguien abusador. Es decir, ya no hay ofensas individuales,
sino muestras de la opresión de unos grupos mayoritarios contra
otros minoritarios El problema es también vivir la indignación
como estilo de vida, como bien de consumo con su mercado y
su marketing, y, sobre todo, como medalla. Además de que,
si acabara imponiéndose la censura rampante de la cultura
de la cancelación, se acabaría cumpliendo lo anunciado por
Dostoievski: “Pronto las personas inteligentes tendrán prohibido
hacer cualquier tipo de reflexión para no ofender a los imbéciles”.
Todo esto no acaba de comenzar, pero está lejos de haber llegado
a su fin.
El pasado 8 de Abril se celebró el cincuentenario
de la marcha de Pablo Picasso, el artista más allá del hombre
a sido caracterizado por muchos como un misógino, un matón
que ponía a 'sus' mujeres en un pedestal para luego derribarlas,
un hombre que temía, además de desear, el cuerpo femenino
y que era un marido, amante e incluso abuelo egoísta, exigente
y narcisista. Más allá de su magnífica obra, a Pablo Diego
José Francisco de Paula Juan Nepomuceno María de los Remedios
Cipriano de la Santísima Trinidad Mártir Patricio Clito Ruiz
y Picasso se le puede estudiar también por la relación con
las numerosas mujeres de su vida. Indudable genio con los
pinceles, los estudiosos del pintor español coinciden en que
hizo muchísimo daño a las mujeres a las que supuestamente
amó, a quienes también trató de forma tiránica y despiadada.
Fuentes de inspiración y objeto de deseo, iba hilvanando amantes
y esposas, siendo infiel si no a todas, a casi todas ellas.
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Eneko llevaba colaborando desde el número cero,
unos 17 años, en el diario 20 Minutos, el decano de la prensa
gratuita en Madrid. Sus viñetas eran una de esas raras ventanas
a otras perspectivas, puntos de vista radicalmente diferentes
a los que se suelen encontrar en los medios de masas. Había
publicado dibujos que apoyaban huelgas, criticaban a las multinacionales,
a los empresarios o a la Iglesia, mostraban otras caras de
lo que pasaba en Venezuela o incluso, vade retro, se atrevían
a sugerir que la carta de los derechos humanos de la ONU era
también aplicable a los presos de ETA. Un auténtico milagro
tratándose de un periódico con un millón de lectores diarios.
El 31 de octubre de 2017 le dijeron que no era necesario que
volviera, que ya no contaban con él. No fue de un día para
otro. De tres dibujos a la semana, paso a dos y después a
uno. Y de los últimos tres dibujos que envió, dos fueron directamente
censurados. ¿El tema de los dibujos? ¡Adivinen! Catalunya,
represión y una bandera de España que oculta los temas de
corrupción.
Una de las viñetas de Eneko que el gratuito
'20 Minutos' decidió no publicar, días antes de comunicar
al dibujante que ya no contaban más con él. En Junio de 2019,
Público anunciaba su fichaje.
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Desde hace mucho tiempo se viene aplicando una
estrategia “pre-woke” y de cancelación de personajes fundamentales
del siglo XVI, no porque fueran machistas (muchas eran mujeres),
justificaran la esclavitud o cosas del género, sino por algo
más simple: porque sentaron las bases intelectuales de la
modernidad y esa tarea sólo les estaba permitido hacerla a
otros. Es tan relevante el siglo XVI para entender la evolución
de Occidente y el nacimiento de la modernidad que conviene
ocultarlo a toda costa por haber sido dominado por hispanos.
Una muestra de esa estrategia es el famoso libro
A History of Western Philosophy del filósofo británico Bertrand
Russell (1872-1970). Repasa los grandes pensadores occidentales,
desde los presocráticos a principios del siglo XX, sin citar
ni un solo pensador español. Alude de pasada a Ignacio de
Loyola y a Domingo de Guzmán, pero reduciendo su mérito a
ser meros fundadores de las órdenes religiosas jesuita y dominica
que acogerían grandes intelectuales. Ante la duda de si se
trata de un acto de mala fe, una posible pista nos la da Frances
Stonor Saunders, quien en su libro La CIA y la Guerra Fría
Cultural incluye a Russell entre los académicos que trabajaron
para el servicio secreto estadounidense. Si Ortega y Gasset
hubiera escrito una «historia de la filosofía occidental»
sin incluir a ningún filósofo inglés o alemán no sería admirado
hincando rodilla por Inglaterra o Alemania. En el mundo hispano
son legión los que idolatran a Russell.
En opinión de muchos, Bertrand Russell posiblemente
haya sido el filósofo más influyente del siglo XX, al menos
en los países de habla inglesa, considerado junto con Gottlob
Frege como uno de los fundadores de la Filosofía analítica.
Es considerado también uno de los lógicos más importantes
del siglo XX. Escribió sobre una amplia gama de temas, desde
los fundamentos de la matemática y la teoría de la relatividad
al matrimonio, los derechos de las mujeres y el pacifismo.
Asimismo polemizó sobre el control de natalidad, los derechos
de las mujeres, la inmoralidad de las armas nucleares, y sobre
las deficiencias en los argumentos y razones esgrimidos a
favor de la existencia de Dios. En sus escritos hacía gala
de un magnífico estilo literario plagado de ironías, sarcasmos
y metáforas que le llevó a ganar el Premio Nobel de Literatura.
Resulta difícil pensar que Russell no hubiera
leído a su compatriota Lord Acton (1834-1902) cuando decía
“La mayor parte de las ideas políticas de Milton, Locke y
Rousseau se pueden encontrar en las ponderosas obras en Latín
de los jesuitas, súbditos de la Corona española como Lesio,
Molina, Mariana, y Suárez”. O a G.K. Chesterton (1874-1936)
cuando señalaba “España ha sido campeona del progreso y de
la libertad (…) ha estado a la cabe de todos los demás países
como fue a la cabeza de todos en América”. Claro que Acton
y Chesterton eran católicos por lo que tal vez, aunque Russell
predicara la libertad de pensamiento, su amplitud de miras
no llegara a tanto, Más comprensible es que no leyera (o no
quisiera leer) a Friedrich A. Hayek (1899-1992) cuando señalaba
“Los principios teóricos de la economía de mercado y los elementos
básicos del liberalismo económico no fueron diseñados por
calvinistas y protestantes escoceses, sino por los jesuitas
y miembros de la Escuela de Salamanca durante el Siglo de
Oro español”. Claro que Hayek era también católico, aunque
acabó siendo agnóstico.
El apoyo a regímenes autoritarios y dictaduras
sería una constante en Hayek, quien mantuvo posiciones muy
claras respecto de la justificación de gobiernos autoritarios.
No obstante, lo más lógico es pensar que Russell
vivía contaminado, consciente o inconsciente, por dos mitos
que presiden el discurso dominante en Occidente: que la modernidad
llega con el protestantismo de Lutero y que las «luces» lo
hacen con la Ilustración francesa. Semejante sesgo cognitivo
ha requerido una doble estrategia de ocultación: la del lado
oscuro del protestantismo y de la Ilustración, por un lado,
y la de las luces de la filosofía hispana, por otro. De hecho,
los que critican el eurocentrismo deberían precisar que lo
que se ha impuesto es un enfoque esencialmente franco-anglosajón
pues el componente hispano ha sido tan despreciado en Occidente,
o más, que el resto de culturas no occidentales.
Para no dejar el siglo XVI como un agujero negro
hubo que encumbrar a Descartes y Spinoza como los primeros
filósofos modernos y a Francis Bacon como el introductor del
pensamiento empírico-científico. Sin embargo, la obra de Descartes
es tributaria de las Disputaciones metafísicas de Suárez y
bebe de la influencia de Gómez Pereira, quien ya adelantara
el célebre «Cogito ergo sum» en De inmortalitate animae. Algo
semejante pasaría con Spinoza, por cierto de origen sefardita,
quien reconoció que debía mucho a Francisco de Suárez. En
cuanto a Bacon le habría precedido García de Céspedes con
su Regimiento de navegación de quien Bacon incluso llega a
copiar la portada. En realidad, la modernidad tiene fuentes
hispanas. Domingo de Soto, en su obra Quaestiones de 1551,
expuso varios estudios sobre mecánica que influirían en el
trabajo de Galileo, siendo el primero en establecer que un
cuerpo en caída libre sufría una aceleración constante, fundamental
para comprender el funcionamiento de la gravedad atribuida
en solitario a Newton. En la Universidad de Salamanca trabajaron
científicos de la talla de Juan de Aguilera, Alonso de Santa
Cruz (el primero en describir la variación magnética) o Juan
López Velasco, que describió los eclipses lunares ya en 1577.
Por cierto, seguían los escritos de Copérnico, a diferencia
de Calvino, que criticaba la teoría heliocéntrica por situarse
por encima del Espíritu Santo. Pero Calvino es la modernidad
por no ser hispano.
Gómez Pereira fue un filósofo, médico y humanista
español, natural de Medina del Campo.? Fue un afamado profesional
de la medicina, aunque dedicó su tiempo a ocupaciones muy
diversas, como los negocios, la ingeniería y, sobre todo,
la filosofía.
Tampoco Hugo Grotius (1583- 1645) hizo más que
difundir lo que ya habían diseñado los escolásticos españoles
Vitoria, Soto, Molina y Suárez a los que cita en su De iure
belli ac pacis. Sin embargo, por arte de birlibirloque metodológico,
la escuela nórdica del derecho natural ha pasado por ser la
que difundió los derechos subjetivos, olvidándose sus verdaderos
orígenes. Y fue Jerónimo de Ayanz (el Leonardo español) el
verdadero inventor de la máquina de vapor y no los británicos
James Watt y Thomas Savery. Hay muchos otros ejemplos. Pero
por si fuera poco, el siglo XVI es también el siglo de las
mujeres hispanas. Por eso también había que cancelarlo porque
el resto de países no puede mostrar a una Isabel I fundadora
de un Imperio hispánico en el que no se ponía el sol y defensora
de la igualdad de los indígenas. A ella se unen doña Juana,
Isabel de Portugal, gobernante de España y las Indias cuando
Carlos I guerreaba por Europa; Juana de Austria, regente de
España; María de Austria, gobernadora de Flandes durante 24
años donde se conoció un gran periodo de progreso. Pero también:
Doña Marina, Isabel de Moctezuma, Luisa de Medrano, Catalina
de Bustamante, Beatriz Galindo, María Pita, Isabel Barreto,
Teresa de Jesús, Ana Caro, y tantas otras mujeres canceladas
que conviene que su recuerdo sea rescatado.
Con todos estos datos, es comprensible que se
empeñen en borrar o menospreciar nuestro siglo XVI. Lo que
procede es comenzar a valorar nuestra historia ¿Y si la Ilustración
hubiera nacido en los debates serenos de la Universidad de
Salamanca y no en la sangre de la guillotina que corría por
las aceras de París?
Avec plaisir ...
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