Alguien tiene que recoger el algodón.
Fueron portugueses los primeros ibéricos y europeos
que con certeza exploraron el golfo de Guinea en 1471. Ese
año, el portugués Fernando Poo (que buscaba una ruta hacia
la India) situó la isla actualmente llamada Bioko en los mapas
europeos. La bautizó Formosa (hermosa). Sin embargo, pronto
fue conocida por el nombre de su descubridor. El 1 de enero
de 1472 los portugueses descubrieron la isla de Pagalú (actual
Annobón), a la que llamaron Ilha do Annobom o Ano Bom (año
bueno). Hacia 1493, don Juan II de Portugal añadió a la serie
de sus títulos reales el de Señor de Guinea y primer Señor
de Corisco. Los portugueses colonizaron las islas de Bioko,
Annobón y Corisco en 1494, las cuales convirtieron en «factorías»
o puestos para el tráfico de esclavos.
En 1641 la Compañía Neerlandesa de las Indias
Orientales se estableció sin el consentimiento portugués en
la isla de Fernando Poo, centralizando desde allí temporalmente
el comercio de esclavos del golfo de Guinea. Los portugueses
volvieron a hacer acto de presencia en la isla en 1648, sustituyendo
la Compañía holandesa por una propia, la Compañía de Corisco,
dedicada al mismo tipo de comercio. Para tal fin construyeron
una de las primeras edificaciones europeas en la isla, el
fuerte de Punta Joko. Desde Corisco, Portugal vendió mano
de obra esclava con contratos especiales a Francia (a la que
llegó a suministrar hasta 49 000 esclavos guineanos), España
e Inglaterra entre 1713 y 1753. Los principales colaboradores
fueron los bengas, pueblo dedicado a las razzias o apresamientos
humanos, tarea en la que eran ayudados por pamues y nvikos.
Las islas permanecieron en manos portuguesas hasta marzo de
1778, tras el tratado de San Ildefonso (1777) y el de El Pardo
(1778), por los que se cedían a España las islas, junto con
derechos de trata esclavista y libre comercio en un sector
de la costa del golfo de Guinea, entre los ríos Níger y Ogooué,
así como la disputada Colonia del Sacramento, en Uruguay a
cambio de la isla de Santa Catalina (sur de Brasil) en poder
de los españoles. A partir de ese momento, el territorio español
de la Guinea fue parte del Virreinato del Río de la Plata
(fundado en 1776), hasta el desmembramiento definitivo de
este con la Revolución de Mayo (1810) en Buenos Aires.
Los británicos dominaron la isla de Fernando
Poo entre 1827 y 1843 con el pretexto formal de «luchar contra
el tráfico de esclavos» (aun cuando la posición británica
en décadas anteriores había sido proclive a dicho tráfico).
Así las cosas, se estableció en Fernando Poo la «Comisión
de Represión de la Trata para la captura de barcos negreros
y persecución de traficantes». En 1827 fue fundado el establecimiento
de Port Clarence, posteriormente llamado Santa Isabel y hoy
Malabo. En 1836 el navegante español José de Moros visitó
la isla de Annobón, gobernada por Pedro Pomba. En 1841, Gran
Bretaña aún seguía interesada en dominar Fernando Poo, proponiendo
la compra de la isla a España. El Congreso Español y la opinión
pública lograron parar esta iniciativa. Para afianzar los
derechos de España, se envió la expedición de Juan José Lerena
y Barry, que en marzo de 1843 izó el pabellón español en Santa
Isabel, recibiendo la sumisión de varios jefes locales, como
Bonkoro I, rey de los bengas de la isla de Corisco. El 13
de septiembre de 1845 se hace pública la Real Orden por la
cual la reina Isabel II autoriza el traslado a la región de
todos los negros y mulatos libres de Cuba que «voluntariamente»
lo desearan. A partir de 1855 se produce una agitada época
de luchas internas entre los bengas por la cuestión de las
jefaturas locales, luchas que terminan en 1858 con la llegada
del primer gobernador español, Carlos de Chacón y Michelena,
quien, en 1858, nombró teniente gobernador de Corisco a Munga
I (enfrentado a Bonkoro II). De 1859 a 1875 dejó una guarnición
española en la isla, que luego sería trasladada a la isla
de Elobey Chico. Dentro de esta política de intervencionismo,
en 1864 el gobernador Ayllón nombra rey de Elobey Grande al
nativo Bodumba. El 20 de junio de 1861 se publica la Real
Orden por la que se convierte la isla de Fernando Poo en presidio
español; en octubre del mismo año se dicta la Real Orden por
la que, al no ofrecerse voluntariamente negros emancipados
de Cuba para inmigrar a Guinea, se dispone que de no presentarse
voluntarios se proceda al embarque, sin su consentimiento,
de 260 negros cubanos, a los que se unirán posteriormente
represaliados políticos.
Entre Camerún y Gabón, bajo el imperio de un
sol implacable y demoledor, entre un mar riquísimo en recursos
de todo tipo y una jungla impenetrable y enigmática, en un
país poblado por una pobreza desoladora que nada en petróleo
hasta el ahogo y cuyos dividendos duermen plácidamente en
la zona noble de los más famosos bancos suizos, hace más de
cien años tuvo lugar un episodio de una crudeza singular y
que el limo del tiempo ha enterrado en la trastienda de la
historia. Guinea Ecuatorial es hoy una dictadura feroz y sin
concesiones, donde los beneficios de sus ingentes recursos
acallan los ecos de cualquier reivindicación de libertad,
democracia o derechos humanos con el silencio cómplice de
aquellas naciones que hacen jugosos negocios con el marcial
dictador de turno, entre ellas, la antigua metrópoli. Esta
Guinea, llamada también Guinea Española para diferenciarla
de la antaño homónima portuguesa, vivió cuando el siglo XX
empezaba a balbucear una tragedia -como lo son todas las tragedias
africanas-, de una crudeza brutal, pero silenciadas por la
enorme distancia con la llamada civilización que sostiene
ese estatus con indiferencia calculada, cuando no con una
complicidad descarada.
El 'Etireno' atracó en 2021 en Benín
sin ningún rastro de los 250 niños esclavos. El barco llegó
con 20 niños. Unicef insinuó que un segundo
navío acogió al resto de menores. El 'Etireno' -cuyo capitán,
Lawrence Onone, y los miembros de la tripulación, todos de
nacionalidad nigeriana, eran buscados por la policía después
de que las autoridades beninesas dieran la orden internacional
de captura-, atracó en Cotonou, el principal puerto de Benin,
rechazado en muelles de Gabón y Camerún. El capitán, al descender
del barco, aseguró en declaraciones a las autoridades la inexistencia
de «niños ilegales» a bordo y dijo a los periodistas no haber
cometido «ningún crimen que justifique mi arresto; no tráfico
con niños esclavos y nadie puede probar esta acusación», subrayó.
Es difícil saber si los hechos que se relatan
a continuación son reales o magnificados por el imaginario
popular. Si bien es cierto que multitud de testimonios en
lugares distintos y distantes entre sí avalan ya sea por acumulación
o por abundamiento, por coincidencia o detalles comunes, por
la subjetividad del odio o sencillamente, por ser auténticos,
se hace obligada una revisión y un rescate del olvido de aquellos
luctuosos acontecimientos, poniendo en su lugar la discutible
etapa dorada de la colonización española en África. A finales
del siglo XIX, distintos poderes imperiales trocearon y se
repartieron África como si se tratara de un pastel de cumpleaños.
La arrogante suficiencia de muchos hombres blancos que en
sus lugares de origen no eran más que carne de anonimato sin
ningún reconocimiento operó una transformación espectacular
orillando la educación formal y valores que se les suponía
de cierta calidad, descubriendo auténticos asesinos en serie
que llegaron a creerse dioses reencarnados ante la inocencia,
patente atraso de los autóctonos o sencillamente, provocando
asimétricas y desproporcionadas acciones en defensa propia.
Tal vez, seducidos por la increíble superioridad tecnológica
y los abusos que emanaban de su aplicación incontestable,
se vieron rodeados de una aureola de invulnerabilidad y actuaron
sin contemplaciones contra gentes indefensas en territorios
alejados del escrutinio de las leyes europeas y por lo tanto,
al amparo de la más absoluta impunidad. La diferencia entre
el bien y el mal, la cordura y la locura, la honestidad y
coherencia con los propios principios, es algo que solo se
conoce en las situaciones límite donde se descubre el verdadero
entramado del yo y sus sibilinos automatismos camuflados.
El vacío que se halla en el corazón de la humanidad deviene
en ocasiones en el sinsentido de la violencia o, excepcionalmente,
en la compasión. En África, en general, no se dio lo segundo.
Corría el año 1921 y la etnia Fang –más instalada
en la parte continental que en la isla de Santa Isabel– se
seguía negando rotundamente a someterse a los caprichos de
los colonizadores y a ser esclavizados sin más. Dentro de
los Fang existía un núcleo duro que abogaba por la guerrilla
contra los españoles y que con rudimentarios recursos –trampas
de estacas, redes de captura camufladas y ocasionalmente arcos
y flechas– hostigaban a las tropas coloniales españolas. Los
colonos estaban inquietos ante este aumento de actividades
“subversivas” y la autoridad militar envió expresamente al
teniente Ayala para pacificar la zona y dar un “toque” a los
díscolos Osumu. El caso es que este sádico personaje dejaría
una impronta indeleble entre los autóctonos que aún a día
de hoy es recordada en la tradición oral por ancianos cuentacuentos.
Al norte del país, en una población llamada
Mikomeseng, había una gigantesca acacia centenaria. Una mañana
temprana, conforme la luz del amanecer se iba revelando en
toda su grandeza y empezaba a bañar las riberas del Kufang,
Ayala convocaría a algunos de los miles de pobladores de aquella
diminuta ciudad para asistir a un espectáculo dantesco. Según
se iba desvelando, la realidad y el drama se hacían más ostensibles,
la aberrante imagen del horror se manifestaba en toda su extensión.
Cerca de cien desgraciados pendían colgados de finas sogas
de cañizo enredados, ahorcados y mecidos pendularmente por
la amable brisa proveniente del rio. El escarmiento sistemático
de la Guardia Colonial hacia aquellas gentes descalzas había
obligado a crear un vasto cementerio improvisado en el que
miles de represaliados por este psicópata de manual dormían
el sueño de los justos. Tal vez inspirado por las tremendas
y macabras cifras del abominable Leopoldo II de Bélgica -probablemente
el mayor genocida de la historia conocido hasta la fecha-,
decidió copiar los métodos que aniquilaron en el Congo Belga
allá en los albores del siglo y que enviaron a la eternidad
a mas de diez millones de desgraciados esclavizados hasta
la saciedad.
Pásate por Destacado >> Junio 2020.
Mientras, las noticias iban llegando al gobernador
de la colonia que o se ponía de perfil o intentaba en vano
paliar con tiritas allá donde la sangre manaba desbocada clamando
justicia. Uno de los acontecimientos mas dramáticos que convertiría
al teniente Julián Ayala en la viva encarnación del demonio
sucedería tras una noche toledana en las cercanías de la fronteriza
ciudad de Ebibeyin, cuando media docena de niños en un premonitorio
llanto desgarrado -quizás anticipándose a los acontecimientos-,
no cesaban de gemir, y desvelando el sueño del monstruo, serian
echados a la hoguera sin mas contemplaciones. Las reacciones
de violencia inusitada y desproporcionada de este representante
del horror para con los nativos rebasaban ya las delgadas
lineas rojas de lo tolerable.
El único valedor que tenían los locales ante
tanto despropósito era el obispo de Bata que denunciaría vehementemente
a los cuatro vientos las atrocidades de este Kurtz ('El Corazón
de las tinieblas', de Joseph Conrad) a la española, sin conseguir
detener sus correrías. A costa de enormes atrocidades, el
gobernador de la isla, Núñez de Prado, compinchado con este
asesino de masas, capturaba braceros entre la levantisca etnia
Fang y los reexpedía a la Isla de Santa Isabel para trabajar
en régimen de absoluta esclavitud en las estratégicas plantaciones
de cacao. Esto ocurría en una colonia bajo control de España
y a la vista de las autoridades encargadas de administrar
sensatamente lo que debería de suponerse como prácticas de
buen gobierno. Pero la corrupción era total, como se demuestra
por los informes de la Cámara Agrícola de Fernando Poo, que
regaba copiosamente las amorales voluntades de funcionarios
que hacían su agosto en aquellas tierras donde había mas “pájaros”
en tierra que en las copas de los árboles.
La retórica colonialista de la época consigna
que lo allí acontecido con Ayala y sus adláteres, obedecía
a cómo se actuaba en aplicación de un canon de comportamiento
muy extendido en aquellas latitudes y aprobado 'sotto voce'
como doctrina militar, tal que las circunstancias así lo exigían.
Julián Ayala huyó a Camerún cuando sus heces le llegaban al
cuello; era el año del horror de 1939 y mientras sus huellas
desaparecían en las profundidades de la jungla y los ecos
de su brutalidad afloraban en la prensa europea, otra tragedia
se despertaba en el corazón de las tinieblas.
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