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Janet Lewis

Janet Lewis (nacida en Chicago, el 17 de agosto de 1899, y fallecida el 1 de diciembre de 1998 en Los Altos, en California), fue una escritora estadounidense de renombre. Lewis nació en Chicago, en 1899. Su padre era profesor de inglés. Se formó en Oak Park y tuvo como compañero de clase a Ernest Hemingway. Se diplomó en la Universidad de Chicago (1920), su especialidad fue la literatura francesa, muy presente en sus novelas. Estuvo unos meses en París, pero regresó a Chicago donde contrajo una tuberculossis en 1922, lo que la obligó a permanecer en un sanatorio hasta 1927. Allí estaba Yvor Winters, aquejado del mismo mal; con él se casará. Se instalaron en California; y ambos enseñaron en la Universidad de Stanford. Luego, Janet Lewis dio clases en la Universidad de California, en Berkeley. Janet Lewis publicó poesía en la década de 1920. Destacó junto a William Carlos Williams y a Marianne Moore.

Desde 1940 se consagró a la novela histórica de un modo muy personal, basándose en documentación fiable. Destacó ya con The Wife of Martin Guerre, de 1941, breve relato basado en un hecho acaecido en el siglo XVI en Francia, y que llamó antaño la atención de Montaigne. El libro tras muchas interpretaciones se ha convertido en un clásico. Luego, aumentó su prestigio con The Trial of Soren Qvist (1947), y The Ghost of Monsieur Scarron (1959), en tiempos de Luis XIV. Las dos suelen reunirse con la primera. La Fundación Guggenheim la becó para estudiar en París, en 1950. Y colaboró en proyectos de ópera: The Wife of Martin Guerre, musicado por William Bergsma; y The Last of the Mohicans, del compositor Alva Henderson (de 1976), basada en la novela homónima de James Fenimore Cooper. En 1985, Janet Lewis recibió el premio por su obra Robert Kirsch Award, asociado en Los Angeles al Times Book Prize.

La vida literaria de Janet Lewis (Chicago, 1899-Los Altos, 1998) empezó con la poesía y se cerró con un último poema. En esos 76 años de interludio, la longeva escritora escribió varias novelas. Debutó con La invasión (1932), que pasaría sin pena ni gloria. Después probaría fortuna con la novela histórica narrando, con el telón de fondo de los Grandes Lagos, las vicisitudes de un inmigrante irlandés casado con una india ojibwe. Más tarde, mientras se gestaba la Segunda Guerra Mundial, Janet, ya instalada en California con su marido y sus dos hijos, decidió escribir una historia cuya intriga atrapase al lector. Como no daba con ninguna trama que le funcionara, su marido, el poeta Yvor Winters (al cual había conocido gracias a la literatura y la tuberculosis), le sugirió que echara un vistazo a un libro que le acababan de prestar, Casos de pruebas circunstanciales. Esta sesuda obra de un penalista inglés del siglo XIX alumbraría con el tiempo tres soberbias novelas en las que la fidelidad a los hechos es la sólida fachada tras la que se viven universales dramas íntimos explicados con severa dulzura y obstinada precisión. “Una mañana de enero de 1539 se celebró una boda en el pueblo de Artigues”: con esta simple frase empieza un relato de insospechada profundidad y resonancia, La mujer de Martin Guerre (1941). El raro arte de la novela breve, patrimonio de rusos como Chéjov y Tosltói pero también de americanos como Melville y James, sin olvidar a Flaubert, florecía de nuevo de la mano de quien había sido compañera de instituto de Hemingway en Oak Park, Illinois.

Y lo hacía centrando el foco en una mujer joven, casada a los 11 años, Bertrand de Rols, que en la Francia turbulenta del XVI se enfrentaba a la engañosa evidencia de un marido retornado, que para ella era otro y para los demás era el mismo. Su dilema entre la cómoda aceptación de la mentira y la claridad insufrible de la verdad arrojan al lector contra las cuerdas de su propia vida. Los jueces y el mismo sistema legal son incapaces de arañar la complejidad de la elección moral que comporta enfrentarse a las circunstancias de la existencia, que siempre son extrañas, ajenas. Así le pasó a Jean Larcher, el encuadernador parisiense traicionado por su mujer y el aprendiz que acogió, en la última novela de la trilogía, El fantasma de Monsieur Scarron. Hay en esa poeta imaginista de los años de juventud, Janet Lewis, que pasó seis meses en París sin tropezarse con ninguno de los genios de la “generación perdida”, ni siquiera con su condiscípulo Ernest, ese lírico existencialismo que encontramos en Jean Giono. Del protagonista de su segunda novela de la serie, El juicio de Sören Qvist (1947), dice Lewis en el prefacio que “era uno más de los muchos hombres y mujeres que han preferido perder la vida antes que aceptar un universo sin propósito ni sentido”.

Sus primeros escritos para llegar a la impresión fueron hombro con hombro con los de Ernest Hemingway.

Propósito y sentido tiene y mucho esta novela, más larga que la primera, acerca de un pastor danés que es acusado de matar a un criado díscolo y holgazán. Lewis arranca esta vez con la imagen de un mendigo manco llegando a una posada de Jutlandia. Rechazado, se encamina al pueblo cercano y pide cobijo en la rectoría. La mujer mayor que le atiende se sobresalta al oírle decir mientras se calienta en el hogar que es Niels Bruus. Ella vio desenterrar a ese hombre muchos años atrás, en el huerto del llorado Sören Qvist. El juicio y calvario del pastor cobra ahora una luz por completo diferente, desautorizando los hechos del pasado. Turbada, la anciana fuerza al nuevo pastor a ir en busca del juez de la comarca, que sufrió en sus propias carnes aquel juicio terrible. Esos cuatro intensos capítulos iniciales despiertan de golpe al lector cansado de imposturas novelísticas, que se siente, igual que el manco, “resucitado” como lector. De los capítulos V al XXI, la autora despliega la historia, dando vida al irascible clérigo y a su hija Anna. Así como al resto de personajes: la ama Vibeke, el hermano de Niels, Morten y el joven juez Thorwaldsen, que habrá de juzgar y condenar a quien iba a convertirse en su suegro. El lector ve con creciente emoción y horror cómo las piezas de una maligna venganza desembocan en una modélica injusticia.

Y ve el dilema moral que el destino reserva a la hija del pastor, que, de manera parecida a Bertrand, reniega de las evidencias y se aferra a la intuida esencia de las cosas. Cómplice de Anna, el lector siente incluso los latidos de su corazón. Siente que está en peligro, como todos nosotros. Y se envuelve en el paisaje, el olor y la atmósfera rural de Jutlandia, a los que nuestra autora trata como un personaje más, y no el de menor enjundia: “Cuando empezaron las heladas de verdad, los bosques, hoja a hoja, se volvieron oro puro”. No hay duda que estamos ante una meticulosa dama de la poesía, como señala en el prólogo José Carlos Llop. Y en ella hallaremos el secreto de ese talento callado. Igual que en sus novelas, Janet Lewis era una poeta que convertía la simplicidad en preciosa música. En sus Selected Poems leemos estos versos que evocan la suerte de Helena de Troya en la edad tardía, tan diferente, o quizá no, a la suya: “Nadie llega / con un relato de amor pacífico. / El rumor que se desvanece / es una lluvia de brasas, reyes que lloran”.

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