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Julio Cortázar fue un famoso escritor y pensador argentino nacido
en el año 1914. Este escritor es considerado un maestro de la novela
mágica y de la poesía, siendo uno de los autores más innovadores
en su época. De sus obras podríamos destacar algunas como: Los premios,
Libro de Manuel, Bestiario o Las armas secretas. Aunque pasó su
infancia y adolescencia en Argentina, Cortázar optó por obtener
la nacionalidad francesa en símbolo de rebeldía hacia la dictadura
militar que en aquellos momentos vivía su país.
A 38 años de su muerte, Cortázar probablemente sigue siendo el
escritor más popular de la literatura argentina, o al menos su figura
más entrañable, aquella capaz de introducir al lector en otra realidad
más amplia que la cotidiana, sin la ostentación de erudición de
esa otra figura hoy más unánime que es Borges. Su obra, y sobre
todo sus cuentos, son todavía la puerta de entrada a la literatura
para muchos jóvenes, pero también fue un talismán para las generaciones
que crecieron durante los años 60 y 70 en América latina, cuando
soñaban con otra realidad.
“Yo empecé a escribir mi obra en soledad, y quienes me descubrieron
no fueron los editores. Fueron los lectores. Esto es importante
para explicar ese fenómeno que ha sido mal entendido que se llamó
el Boom, empezando por la aberración estúpida de darle un nombre
en inglés”, le dijo Cortázar a Hugo Guerrero Marthineitz. A diferencia
de otros representantes de aquel boom latinoamericano como Mario
Vargas Llosa o Gabriel García Márquez, más atentos a las repercusiones
de sus trabajos, Cortázar concebía la literatura como “un oficio
estético-artístico de búsqueda de la perfección y de la belleza”,
según su biógrafo Mario Goloboff.
Sus cuentos, entre los que hallan algunos de los mejores exponentes
del género en castellano, son la demostración más cabal de esa idea.
Su particular manejo del lenguaje coloquial y la incomparable capacidad
de crear entornos fantásticos, sugestivos e inquietantes dan cuenta
de un escritor único, más allá de las comparaciones –generalmente
desfavorables– con Borges. A diferencia de las ficciones borgeanas,
la disolución de la realidad y lo insólito en Cortázar no revelan
el deseo de imponer un orden racional que nos defienda de la incoherencia
del mundo, sino una dimensión vital más profunda a la que súbitamente
podemos vernos arrastrados.
“La realidad cierta en vez de la otra de cartón de piedra”, como
definía el autor de Rayuela su propia búsqueda y la del surrealismo,
acaso fue la que lo terminó empujando a otras inquietudes más urgentes
que comenzaban a gestarse en América Latina tras la Revolución Cubana.
Desde París, donde fijó su residencia desde 1951 para seguir sus
aspiraciones literarias, y a donde también se dice que huyó del
clima opresivo del peronismo de la época, Cortázar comenzó a preocuparse
cada vez más por las causas políticas de la región, las que no dudó
en apoyar durante aquellos años turbulentos.
El fantástico viaje de Carol Dunlop y Julio Cortázar.
Además de la barba tupida que de repente asomó en su rostro y las
guayaberas que comenzó a lucir, ese cambio se refleja en obras como
El libro de Manuel o Fantomas contra los vampiros multinacionales,
en las que se puede ver su agotamiento con las convenciones literarias.
Sin embargo, el carisma que irradia su figura pública contrastaba
con el Cortázar más íntimo. Al menos así lo percibió su biógrafo
Goloboff, quien lo encontró en su trato personal como alguien cordial
pero muy reservado. “Me pareció bastante hermético, bastante cerrado,
contenido, muy controlado y muy discreto, muy fino. Vaya a saber
si es por la época o por su carácter fundamental. Porque era un
tipo jodón, como dicen sus amigos, y digamos que ha quedado su fama,
pero a mí me parece que en determinadas ocasiones. En su vida personal
no lo era tanto”.
En sus últimos años vivió un amor fulminante e intenso con la fotógrafa
canadiense Carol Dunlop. Juntos viajaron por todo el mundo y escribieron
el libro-álbum Los Autonautas de la Cosmopista, donde relatan las
peripecias de un road-trip entre París y Marsella a lo largo de
un mes, de mayo a junio de 1982. Desafortunadamente, Dunlop no llegaría
a ver publicada la obra, al regreso de un viaje a Managua comenzó
a sentirse mal y desmejoró rápidamente. Murió en menos de dos meses
dejando a Cortázar devastado y sin explicaciones. El 12 de febrero
de 1984, poco antes de cumplir 70 años, Julio Cortázar murió en
París en circunstancias similares a las de su última pareja. Aunque
por mucho tiempo se atribuyó su muerte a una leucemia, el diagnóstico
nunca estuvo claro. Otras versiones lo atribuyeron a una enfermedad
que todavía no estaba diagnosticada. Carol y Julio descansan juntos
en una tumba compartida en el cementerio de Montparnasse, donde
también yace Aurora Bernárdez, su amor de toda la vida, quien los
acompañó en la agonía final.
Cortázar era todo un flâneur: un paseante callejero que gustaba
recorrer las ciudades.
Rayuela es la gran obra de Cortázar es una novela y enclave fundamental
de lo que se conoció como “boom latinoamericano”. Hablamos de Rayuela,
un libro extenso, lúdico, inteligente y sensible. La escribió en
París y se publicó el 18 de febrero de 1963. Narra la historia de
Horacio Oliveira y su relación con “la Maga”. El orden de los capítulos
queda a gusto del lector y sus finales son múltiples. Por esto muchos
la llaman la “antinovela”; Cortázar prefería “contranovela”.
El primer libro de cuentos de Cortázar, publicado en 1951 por la
Editorial Sudamericana, se titula Bestiario. Varios de los ocho
relatos que configuran esta obra son, según sus propias palabras,
auto-terapias de tipo psicoanalítico: “Yo escribí esos cuentos sintiendo
síntomas neuróticos que me molestaban”. Allí está quizás uno de
sus cuentos más conocidos, “Casa tomada”: dos hermanos que, encerrados
en sus casas, comienzan a sentir ruidos de unos intrusos fantasmagóricos.
A su muerte, el autor de Rayuela dejó más de cuatro mil volúmenes
en su biblioteca personal, entre ellas algunas de sus obras tanto
en castellano como traducidas a otros idiomas (a día de hoy, la
Fundación Juan March conserva más de 400 de sus libros).
Final del juego, es el título del segundo libro de cuentos del
escritor argentino Julio Cortázar, publicado en 1956 bajo la editorial
mexicana Los Presentes y traducido a diferentes idiomas, tales como
el francés, inglés, alemán, portugués y hebreo, entre otros. La
primera edición del libro, incluyó nueve cuentos; mientras que la
segunda edición, de Editorial Sudamericana (1964), agregó otros
nueve cuentos los cuales fueron escritos entre 1945 y 1962/3. Sin
dudas, uno de los mejores libros de Julio Cortázar: una obra con
18 cuentos estudiada por numerosos críticos de todo el mundo que
se publicó en 1956 por la editorial mexicana Los Presentes. Hay
relatos maravillosos como “Continuidad de los parques” donde el
género fantástico interpela al lector, el policial “El móvil” o
“Los venenos”, que se apoyo en un episodio autobiográfico: cuando
su tío compró una máquina para matar hormigas en el patio de su
casa. Otro de los grandes cuentos de este volumen es “Axolotl”.
Comienza así: “Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl.
Iba a verlos al acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas
mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos.
Ahora soy un axolotl”. Lo que narra es el plan de una obsesión.
Un hombre que comienza a estudiar estos animales, que pierde los
estribos de una racional distancia y se pierde en lo que el exotismo
animal le propone.
Publicado en 1966 por la Editorial Sudamericana, Todos los fuegos
el fuego es una obra que reúne ocho cuentos que, nucleados en este
libro, forman un clásico de la literatura en español. Los relatos
ocurren en Cuba, en París, en Buenos Aires, en una isla del Mediterráneo
y hasta en la Antigua Roma. No abandona lo fantástico sino que la
complejiza: los personajes parecen entrar y salir de la realidad
como si se tratara de un juego de espejos.
“La autopista del sur”, el relato que abre el libro, es la historia
de un un embotellamiento en una autopista que se vuelve eterno y
se convierte en una especie de micro ciudad. En “Todos los fuegos
el fuego”, hay una dualidad entre la noche parisina del siglo XX
y una batalla en el coliseo del Imperio Romano, y en “El otro cielo”,
el narrador explica cómo puede pasar fácilmente de un espacio a
otro.
Según los críticos literarios, Rayuela es un clásico para tomarlo
con calma. No sólo porque se puede leer de dos formas, sino porque
es una obra profunda y sutil que regala pasajes como la conocida
frase: "Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para
encontrarnos".
Utilizado por distintas generaciones para estimular la imaginación
de la escritura, Historias de cronopios y de famas es un libro de
“prosas breves” publicado en 1962 por la Editorial Minotauro. La
clase alta, la burguesía argentina de la década del cincuenta y
sesenta, está representada en los famas. ¿Y los cronopios? El periodista
español Joaquín Soler Serrano se lo preguntó en una recordada entrevista
en la televisión. Cortázar respondió: “Empecé a escribir sin saber
cómo eran y luego ya tomaron un aspecto humano… Relativamente humano,
porque nunca son completamente seres humanos, con esas conductas
especiales de los cronopios que son un poco la conducta del poeta,
del asocial, del hombre que vive un poco al margen de las cosas;
frente a los cuales se plantan los famas que son los grandes gerentes
de los bancos, presidentes de las repúblicas, de la gente formal
que defiende un orden”.
3a división, 2a sección, 17 oeste, es el extraño juego que propone
el cementerio de Montparnasse en París para llegar a la tumba de
Julio Cortázar, a la cual se llega a través de caminitos, mapas
y las mencionadas coordenadas. Siguiendo los pasos se llega al sepulcro
del escritor argentino -nacido ocasionalmente en Bruselas- junto
al de su última mujer, la fotógrafa Carol Dunlop. Sus lectores siguen
encontrando su nombre, los años de nacimiento y muerte (1914 -1984)
en una lápida cuyo diseño original fue ideado por el propio autor
de Rayuela. Thank you for watching La particular historia de la
construcción de su lápida se revela en las últimas cartas de Julio
Cortázar, con el prolífero intercambio de correspondencia que mantuvo
con su amigo, el artista plástico Julio Silva.
Como en los gestos vanguardistas, la vida y la literatura tienen
zonas permanentes de contacto. No importa cuáles fueron las discutidas
causas de “las muertes” de Cortázar ni de Dunlop, lo importante
es ver cómo en un gesto cargado de Thanatos, el enfermo agónico
llamado Julio Cortázar, encarga a sus amigos artistas, Luis Tomasello
y Julio Silva, que diseñen la lápida bajo la que yacerán sus restos
junto a la de su mujer amada en el cementerio de Montparnasse.
La muerte de Carol, fue un golpe letal para el escritor. Tras su
fallecimiento, Cortázar le escribió dos días después de la Navidad
de 1982 a Silva desde París y le confesó que la cena en su casa
lo hizo sentir “por una vez mucho menos solo” y le explicó: “Después
de pensarlo bien, encontré que ‘épouse (esposa) Cortázar’ era horrible,
y lo suprimí. Pienso que Carol valía por sí misma, por lo que ella
era. Y además, Cortázar llegará en su día a agregar su nombre al
lado del suyo, de modo que no tiene sentido poner eso”, le aseguró
el escritor a su amigo.
Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir son algunos
de los ilustres residentes en el barrio de Montparnasse.
“Un detalle importante, que te ruego vigiles. En las etiquetas
el nombre de Carol estaba escrito así: Carol DUNLOP, es decir sólo
el apellido con todas mayúsculas. Eso tampoco me pareció bien, de
modo que las nuevas etiquetas dicen: CAROL DUNLOP 1946-1982”, detalló
sobre las cuestiones gráficas de la tumba. Luego, en un tono casi
de despedida le dijo a Silva: “Sé que prestarás atención a esto,
y te vuelvo a agradecer profundamente -y a Luis también- lo que
están haciendo por Carolita y por mí. Un beso a Catherine, y hasta
pronto, con un abrazo grande, Julio”. Cortázar no tardó demasiado
en agregar su nombre a la tumba. En otra carta al artista plástico,
enviada desde la capital de Nicaragua, el 21 de enero de 1983, le
expresó: “No te hablo de la lápida, porque sé muy bien que no necesito
hacerlo estando en tus manos y las de Luis (Tomasello)”. Cortázar
muere el 12 de febrero de 1894. Su lápida fue diseñada por Tomasello
y la adornó una escultura de Silva, un cronopio, esos seres que
son “un dibujo fuera del margen, un poema sin rimas” en palabras
del Grandísimo Cronopio.
Rodeado de multitud de tumbas anónimas y la de otros célebres escritores
como Samuel Beckett, Marguerite Duras, Eugène Ionesco, Guy de Maupassant,
Charles Baudelaire, Tristan Tzara, Emil Cioran, César Vallejo y
Carlos Fuentes, la tumba de Cortázar está junto a la de la canadiense
Dunlop. Un montón de piedrecitas como las que se arrojan en las
rayuelas, cigarrillos, flores, mensajes escritos sobre el mármol
blanco. En el extremo final de la tumba una serie de círculos de
piedras grises conforman una especie de gusano, rematada por una
carita blanca: la escultura del cronopio realizado por Silva.
Nota de prensa, Junio 2024:
Icónico retrato de Julio Cortázar de 1967 por Sara Facio.
Retratista eximia, editora de grandes libros de fotografía, curadora
y pionera de espacios que le dieron estatuto de obra de arte a la
disciplina, Sara Facio murió en Buenos Aires, a los 92 años.
Mujer de sólida formación cultural, amante de las bellas artes y
feminista, Sara construyó su estilo propio y apuntaló la consolidación
de una fotografía argentina, junto a su maestra Annemarie Heinrich,
y en sociedad con Alicia D'amico. En su frondoso archivo, que desde
poco más de un mes había legado a la Fundación María Elena Walsh,
su compañera durante más de 40 años, estará una imagen icónica de
su biografía: ella junto a otras dos chicas, en la puerta del Museo
Nacional de Bellas Artes. Allí iban antes de la escuela, a devorarse
los libros de arte que no se conseguían en cualquier biblioteca.
Nacida el 18 de abril de 1932 en San Isidro, enseguida formó dupla
con Alicia D'Amico para cursar en la escuela de Bellas Artes y para
el viaje formativo que emprendieron en 1955 gracias a una beca del
gobierno francés. En Europa adquirió su cámara, que empuñó siempre
con las obras maestras en mente. Con Alicia D'amico y Annemarie
Heinrich compartieron, con una afable severidad, la búsqueda de
la imagen justa. "Las tres éramos un jurado permanente: no salía
una foto de nuestro estudio si no estábamos de acuerdo de que no
nos daba vergüenza", admitió en una entrevista con el Ministerio
de Cultura.
Con Heinrich como su tutora, se introdujo en el fotoperiodismo
y con una ayuda del Fondo Nacional de las Artes pudo tener su primera
cámara profesional. Su primer libro, Buenos Aires, Buenos Aires
(1968), lo firmó con Heinrich y lleva un texto de Julio Cortázar.
El retrato del escritor argentino que Facio le hizo dio vuelta al
mundo como icónico de esa expresión aniñada y despreocupada.
Reservada de carácter, con la cámara en la mano sentía que desaparecía,
como detrás de un biombo, y se entregaba a una tarea siempre ligada
a cierta audacia. Más que oficio, llamaba vocación a su tarea, vinculándola
siempre al arte. Después de emprender proyectos de publicidad y
retratos periodísticos, se aventuró junto a D'Amico a capturar el
espíritu de los escritores latinoamericanos y otras figuras de la
cultura. Entre ellos, Jorge Luis Borges, Roberto Goyeneche, María
Elena Walsh, Ernesto Sábato, Astor Piazzolla, Doris Lessing y Federico
Leloir. Sentía gratificante conversar con ellos durante la sesión,
meterse en sus mundos. Retratos y autorretratos (1974) reúne varios
de ellos con textos de los autores. Con Cortázar publicó además
Humanario (1977) y Geografía de Pablo Neruda (1973), con el poeta
chileno.
Especializada en ensayos sociales y periodismo gráfico y escrito,
colaboró en diarios y revistas de la Argentina, América y Europa.
Creó secciones especializadas en Clarín primero, luego en La Nación
y en las revistas Autoclub, Vigencia, Cultura, Fotomundo. Un trabajo
de agencia sobre la jornada de duelo por la muerte de Juan Domingo
Perón en 1973, con los años atravesó las controversias, transformándose
en un retrato humano y de época, que tuvo una gran exposición en
2018 en Malba. Su trayectoria internacional, que atraviesa gran
parte del siglo XX, la incluyen en muestras colectivas en el Centro
Pompidou de París, el Palacio de Bellas Artes de México, Museo de
Arte Contemporáneo de Madrid, Casa de la Cultura de Kassel, Alemania,
The Saatchi Gallery de Londres, Museo del Barrio en Nueva York,
Shadai Gallery, Tokio, Museo de la Fotografía de Charleroi, Bélgica,
Museo de Berlín y los principales museos de la Argentina. Sus fotografías
están en las colecciones permanentes del MoMA, del Museo Reina Sofía
de Madrid y en prestigiosas colecciones particulares. Sara siempre
trabajó por el reconocimiento de la fotografía como arte. En 1973,
junto con María Cristina Orive, creó La Azotea, una editorial fotográfica
dedicada a la producción y difusión del arte fotográfico. En 1979,
junto a colegas como D'Amico, Eduardo Comesaña, Andy Goldstein,
Heinrich, María Cristina Orive y Juan Travnik, fundó el Consejo
Argentino de Fotografía, para difundir y estudiar la fotografía
nacional, y conectarse con el mundo. "Estamos construyendo un abanico
de temas y técnicas que puede ser un tipo de fotografía argentina,
que tiene una espontaneidad, una libertad en nuestras fotos que
es muy linda, no tan elaborada, y que me gusta mucho", decía sobre
la naturalidad que caracteriza a la fotografía argentina.
Aproximación a la vida (1963).
Como gestora de espacios, en 1985 creó la Fotogalería del Teatro
San Martín, que dirigió hasta 1998 y donde presentó más de 160 exposiciones
con sus catálogos. Comenzó a formar su propia biblioteca con los
fotógrafos que admiraba. Con el tiempo, más sistemáticamente, los
organizó por países y orden alfabético. Allí están los grandes maestros,
pero el mexicano Álvaro Álvarez Bravo y el brasileño Sebastiao Salgado
estuvieron siempre entre los que la emocionaron. Llegó a contar
con más de mil volúmenes dedicados a la historia del medio, colecciones
especializadas y ensayos fotográficos.
La poetisa Alejandra Pizarnik en 1967.
Con la donación del 25 por ciento de las fotografías de su archivo
personal, Sara Facio creó en 1995 la colección de fotografía del
Museo Nacional de Bellas Artes, durante la dirección de Jorge Glusberg.
Cuando cumplió 90 años, donó todos sus libros de fotografía a la
biblioteca del Museo Nacional de Bellas Artes. Entre muchas distinciones,
recibió la Medalla de los XXII Encuentros Internacionales de Arles
en 1991, el Konex de Platino en 1992, el Premio Trayectoria de la
Asociación Argentina de Críticos de Arte, 2004, y el Premio a la
Trayectoria de la Revista Ñ (2014), además de los reconocimientos
a varios de sus libros de arte. Para el Centenario de Borges, el
Correo Argentino utilizó el retrato que ella le hizo. En los últimos
años, muy lúcida, Sara se aventuró a la fotografía digital pero
admitía que se escapaba a su búsqueda: la verdad. La iconografía
cultural de un siglo pasó delante de su lente y, con la implacable
amabilidad, ejerció su convicción: las mejores imágenes, esas que
tengan una mirada personal. Nos legó todas sus imágenes y un trabajo
comunitario, invaluable para todos los fotógrafos que llegaron después.
Pásate por JyV >> Fotografía >> Autores.
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