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El germen de la historia surgió como encargo del editor norteamericano
de Saint-Exupéry, que le pidió un relato de Navidad. Actualmente
está traducido a cientos de idiomas de todo el mundo y es uno de
los libros más leídos y famosos de la historia.
Antoine de Saint-Exupéry ha pasado a la historia como uno de los
escritores más leídos de todo el mundo, pero sus gestas en el mundo
de la aviación también fueron notables.
“No estoy muy seguro de haber vivido después de la infancia”, le
escribió Saint-Exupéry a su madre. Tenía treinta años y ya había
apuntados varios logros en su casillero vital: había acabado el
servicio militar, se había enrolado como piloto, había estado en
el Sahara, escrito su primera novela y alcanzado el éxito literario
con Vuelo nocturno (1930). De ahí que la confesión que hizo a su
madre sea hoy tan relevante; a pesar de todas las aventuras, y a
pesar de todas las que le quedaban por vivir, todo quedaba desdibujado
a la luz de la verdadera aventura de la infancia.
Bautizado con cinco nombres, Antoine Jean Baptiste Marie Roger
de Saint-Exupéry nació en una familia aristocrática venida a menos,
el 29 de junio de 1900. Perdió a su padre cuando tenía solo cuatro
años, y desde entonces, fue su madre la que cuidó de él y de sus
cuatro hermanos, un niño y tres niñas. Desde que faltó el padre
les ayudó una tía, la condesa de Tricaud, quien les alojó bajo su
protección en el castillo de Saint-Maurice-de-Rémens, muy cerca
de Lyon. El pequeño Antoine —siempre con su pelo rubio y alborotado—
ya apuntaba maneras y era el centro de un torbellino de juegos y
travesuras. Su imaginación era desbordante y el vuelo era uno de
sus temas favoritos. Cuando le llamaban para bañarse, siempre contestaba
lo mismo: “No puedo —decía con cara seria— estoy en mi aeroplano”.
Renunció a aquel paraíso infantil con la edad de nueve años, cuando
junto a su hermano François y su hermana Gabrielle (los tres mayores),
dejó la libertad del castillo para conocer la autoridad de un internado
en Le Mans.
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La fascinante aventura argentina de Saint-Exupéry,
reconstruida en un nuevo libro.
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Aquella intensidad infantil le caracterizó también de adulto. No
era difícil encontrar a Saint-Exupéry insomne a altas horas de la
madrugada, escribiendo absorto, cigarrillo tras cigarrillo hasta
que las colillas desbordaban el cenicero. Detestaba las convenciones
sociales, el orden y las rutinas. Incluso era habitual que en mitad
de la noche despertara a algún amigo para mantener una fluida charla,
mientras al otro lado del teléfono, todos aguantaban entre estoicos
y adormecidos. Yvonne Lestrange, una prima lejana de su madre, fue
clave en su vocación literaria. Saint-Exupéry, que no era un estudiante
aplicado y, en cambio, sí era un asiduo de la bohemia, había llegado
a París para estudiar. La combinación de ambas características le
condujeron a serias estrecheces económicas que decidió solventar
con la invitación de su prima lejana, que lo acogió en una habitación.
El apartamento, situado en la orilla izquierda del Sena, albergaba
un salón literario al que acudían algunas de las personalidades
de la cultura más importantes de la época.
Deslumbrado por aquel mundo al que Yvonnes le abrió las puertas,
Antoine, comenzó a escribir algunos poemas. Cierto que la prima
los encontró demasiado sentimentales, pero también vió suficiente
talento como para animarle a seguir escribiendo. Como cuenta Montse
Morata en Aviones de papel, aquellos años y la influencia de los
escritores que conoció en el apartamento fueron decisivos en la
publicación de Correo Sur, su primera novela y de la segunda, Vuelo
de Noche, con prólogo de André Gide. Algunos años más tarde, en
una entrevista publicada el 27 de mayo de 1939, Saint-Exupéry definió
su propia poética: “Para mí volar o escribir son la misma cosa”.
A pesar de sus primero éxitos, Antoine no pensaba dedicarse profesionalmente
a la escritura, antes creía que tenía que vivir. Además, no se sentía
cómodo con la etiqueta de escritor y todo lo que representaba: un
despacho, una rutina de trabajo, reuniones, editores, cifras de
ventas …
La escena tenía cierto aire épico: la tarde era lluviosa y las
gotas repicaban sobre la chapa de los hangares de la Compañía Latécoère,
en Toulouse. Hacía solo dos meses que Saint-Exupéry había sido contratado.
Por fin encontraba un oficio afín a su vocación aventurera. Aquella
tarde, un 14 de diciembre de 1926, el joven recibió la noticia que
tanto ansiaba escuchar: “Mañana volará”. No lo tuvo fácil desde
que en abril de 1921 se incorporara al Segundo Regimiento de Aviación
de Estrasburgo, donde hizo su servicio militar. Ahí es donde entró
en contacto con el mundo de la aviación que le fascinaba desde niño.
Así que, tratando de ahorrarse los dos años de la carrera militar,
se decantó por obtener la licencia civil de aviación, a pesar de
lo costoso. Para ello, Saint-Exupéry pidió a su madre dos mil francos
de la época para poder dar las clases necesarias. La madre, incapaz
de negar nada a su hijo, solicitó un préstamo para conseguir la
abultada cantidad.
Paris 1900, la belle époque.
Al fin logró la licencia con 21 años recién cumplidos, lo que le
permitía también hacerse con la militar. Para recibir la formación
fue destinado a Casablanca. A su vuelta a Francia diría: “He pasado
días de melancolía al fondo de una barraca podrida, pero ahora lo
recuerdo como si fuese una vida llena de poesía”. Tenía veintitrés
años y ya era un joven piloto que quería seguir en el ejército,
pero el amor se cruzó en el camino —y no sería el único encontronazo
amoroso que le depararía la vida—. Su amada, Louise de Vilmorin,
de familia rica, le exigió dejar ese mundo para poder seguir con
ella. Saint-Exupéry renunció a su pasión y los jóvenes fijaron la
fecha de la boda para finales de 1923. El caso es que el noviazgo
no funcionó. Parece ser que a Louise de Vilmorin, habituada a tratar
con ministros, hombres influyentes y escritores de éxito, aquel
pobre muchacho le pareció poco partido y decidió romper la relación.
También vendió el anillo de prometida, por lo que Saint-Exupéry
se vio sin novia y alejado de lo único que le apasionaba: pilotar
aviones. Corrían los primeros meses de 1926 y añoraba pilotar, pero
desesperado se tenía que contentar con los oficios que encontraba,
como el de representante de la compañía de camiones Saurer, que
al menos le permitía viajar.
Finalmente, en la compañía Latécoère, Saint-Exupéry conoció a muchos
de los pioneros que formaron parte de la época dorada de la aviación.
El 15 de diciembre de 1926, el escritor realizó su primer vuelo
en solitario en un avión que transportaba el correo entre Toulouse
y Perpiñán. Parece poca cosa después de los logros emocionantes
que lograría más tarde: volaría por el norte de África, cruzaría
el Atlántico, fue de los primeros pilotos que cruzaron el cielo
nocturno sólo guiado por las estrellas y trazó una arriesgada línea
de correo por los Andes. Ahí, participando de todas aquellas conquistas,
se escribe la leyenda de Saint-Exupéry como piloto.
Pierre-Georges Latécoère (Bagnères-de-Bigorre, 25 de agosto de
1883 - París, 10 de agosto de 1943) fue un ingeniero y empresario
de la aviación francesa, fundador en 1919 de una de las empresas
precursoras de la aviación comercial francesa, la Compagnie Générale
d'Entreprises Aéronautiques, que será el germen de la Compañía General
Aeropostal. Groupe Latécoère es una empresa aeronáutica fundada
por Pierre-Georges Latécoère en 1917, con sede en la ciudad francesa
de Toulouse. Antiguamente era una compañía especialmente conocida
por sus hidroaviones.
Poco podía imaginar aquel aguerrido piloto, mecánico, aventurero
y periodista en la Guerra Civil Española que pasaría a ser recordado
más como el padre del Principito. Tampoco pudo llegar a imaginar
que aquella historia publicada el 6 de abril de 1943 por la editorial
Reynal & Hitchcock en Nueva York se convertiría en uno de los libros
más vendidos y traducidos de todos los tiempos. No es que a su autor
le faltara imaginación para ver el futuro éxito de El Principito,
si no que lo consideró una obra menor, igual que le pareció a la
editorial Gallimard, que no la incluyó en su importante sello hasta
1946, después de la guerra y de la misteriosa desaparición del autor.
El germen de la historia surgió como encargo del editor norteamericano
de Saint-Exupéry, que le pidió un relato de Navidad, pero el autor
no estaba inspirado, ni interesado, así que dibujos y borradores
quedaron guardados en el cajón. Finalmente, escribió el libro en
el momento en el que el exilio y los sinsabores de algunas relaciones
rotas le abocaron a una excesiva sensación de soledad. La crisis
vital requería recuperar la mirada soñadora de su infancia, escribir
el cuento desde los ojos de un niño, pero el autor se desdobló a
su vez en el piloto de la historia. Al final, todos los personajes
y todos los símbolos —la rosa, el pequeño zorro solitario, los baobabs…-—
están relacionados con su propia vida. Había llegado el momento
de, por fin, tal como dijo al inicio de su carrera como escritor,
plasmar la vida vivida en la escritura: eso sí, tamizada por una
poesía enternecedora.
Si vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde; desde las tres
yo empezaría a ser dichoso.
Saint-Exupéry fue al encuentro de su destino a pecho descubierto,
viviendo de la forma más honesta que supo, siempre creyendo en un
humanismo por el que luchó, ya fuera con su pluma o con su avión.
Precisamente, ese ir al encuentro de su propio destino le llevó
a desaparecer misteriosamente, igual que su personaje en El Principito,
el aviador, acaba protagonizando su propia desaparición. Dicen que
su comandante en el Segundo Regimiento de Aviación de Estrasburgo
le espetó: “Usted jamás se matará en la aviación, porque ya lo habría
hecho”. Y es que Saint-Exupéry era tan valiente como despistado
y ya en la formación había protagonizado algún que otro accidente.
Lamentablemente, aquel comandante se equivocó.
A pesar de que la edad y su maltrecha salud lo desaconsejaba, Saint-Exupéry
insistió hasta lograr ser aceptado de nuevo en el ejército. Francia
estaba ocupada y él siempre había sido hombre de acción. Era 1944
y le autorizaron a realizar cinco misiones de reconocimiento. La
mañana del 31 de julio de 1944, partió en vuelo de reconocimiento
desde su base de Córcega, pero al poco se perdió su pista y ya nunca
volvió. Tal vez aprovechase para sobrevolar por última vez aquel
castillo cercano a Lyon, su refugio infantil.
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