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“Los libros son un arma: tanto para atacar como para defenderse”,
dijo este lunes Oleksandra Koval, la directora del Instituto del
Libro de Ucrania, en una entrevista con la agencia Interfax en la
que defendió la necesidad de retirar de las bibliotecas públicas
del país “más de 100 millones” de libros de autores rusos, entre
ellos clásicos de la literatura mundial. Ante la invasión rusa de
Ucrania, de la que este martes se cumplen ya tres meses y que generó,
entre otras cosas, más de 5 millones de ciudadanos desplazados,
Koval afirmó que lo más urgente es confiscar volúmenes que contengan
“narrativas imperiales y propaganda a favor de la violencia y de
políticas chovinistas prorrusas”. Desde su cargo como directora
del Instituto del Libro de Ucrania, que depende del Ministerio de
Cultura de ese país, aspira a que la “literatura ideológicamente
dañina” de tiempos soviéticos, tanto en ruso como en ucraniano,
así como los libros “anti-ucranianos”, sea retirada antes de fin
de año. De todos modos, a pesar de la fuerte oposición que una medida
de semejante magnitud pueda generar, Koval sostiene que, en una
segunda ronda, también deberían ser retirados libros de autores
contemporáneos rusos publicados después de 1991, inclusive aquellos
de géneros como la novela romántica, las historias de detectives
o los libros infantiles.
Guerra y paz, la novela anti-bélica del autor ruso Lev Tolstoi,
sería uno de los títulos censurados por decisión del Instituto del
Libro de Ucrania. La superproducción de la BBC, nueva versión de
la novela de León Tolstói, cuyos seis capítulos arrasaron en Reino
Unido con más de 7 millones de espectadores.
También apuntó contra obras consideradas clásicos de la literatura,
como las de Pushkin, Dostoyevski o Tolstoi, cuyo libro más conocido
es, irónicamente, la novela anti-bélica Guerra y paz. Para Koval,
“no es cierto” que se trate de libros “en el pináculo de la literatura
mundial”, creencia que atribuye a su inclusión en las currículas
escolares. “Es un requisito evidente de nuestro tiempo”, argumentó.
Según la directora del Instituto del Libro, se trata de libros “muy
dañinos”, que pueden “afectar los puntos de vista de la gente”,
por lo que su opinión personal es que habría que retirarlos de las
bibliotecas públicas y de las escuelas y en todo caso ser estudiados
por “expertos”. De llevarse a cabo, la retirada de obras de “propaganda
rusa” reduciría los catálogos de las bibliotecas públicas en unos
100 millones de volúmenes, lo que representa la mitad del total.
De acuerdo con Interfax, el Ministerio de Cultura de Ucrania está
trabajando en la retirada de las obras clasificadas como propaganda
prorrusa de las bibliotecas, que serán catalogadas como papel de
desecho. Para justificar la censura, Koval afirmó que durante la
guerra no es recomendable que exista acceso a volúmenes “con connotaciones
ideológicas” cuyos autores adopten “posturas anti-ucranianas”, ya
que podrían empujar a los lectores a aprobar estas posiciones.
Oleksandra Koval, directora del Instituto del Libro de Ucrania.
En la entrevista, Koval denunció que, desde el comienzo de la guerra
el 24 de febrero, la invasión rusa “destruyó al menos 60 librerías
en Ucrania y ocupó otras 4 mil”. De todos modos, aunque la directora
del Instituto del Libro cree que los números son incluso más alarmantes,
sostiene que son solo una aproximación ya que no todos los gobiernos
locales, en particular los más afectados por la guerra, pudieron
brindar la información necesaria. “En las noticias vi cómo los rusos
entran a las librerías y se llevan, a quién sabe dónde, todos los
libros escritos en ucraniano. Pero ahora no es momento de reunir
estadísticas porque la situación cambia a cada minuto. Lo que está
claro es que quienes pretenden ocupar Ucrania ven la literatura
como una amenaza en sí misma, lo cual solo refuerza el poder de
los libros”, dijo Koval.
Una familia que escondió miles de libros dentro de las paredes
de una casa, un hombre que se comió 30 páginas para salvar a sus
compañeros, libreros que luchan por recuperar libros perdidos. Cuando
el 11 de septiembre de 1973, Augusto Pinochet depuso con un golpe
de Estado el gobierno del socialista Salvador Allende en Chile,
además del horror que se cometió contra militantes y sus familias,
también se dio una persecución contra los libros, señalando que
ayudaban al adoctrinamiento comunista. Esta misma práctica se replicó
en Argentina, cuando se instauró el gobierno militar en marzo de
1976. Miles de títulos fueron prohibidos. En las décadas que han
pasado desde entonces, hemos visto numerosas veces imágenes de uniformados
destruyendo y quemando libros.
"¿Dónde estarán las odas que me regaló Neruda?", se preguntaba
el abogado argentino Salomón Guerchunoff. Y siempre, antes de que
nadie le pudiera responder, él mismo suspiraba y decía... "Deben
estar en la casa del señor ese". La casa a la que se refería había
sido la suya por más de 20 años. Era una construcción de una planta,
ubicada en el barrio Parque Vélez Sarsfield de Córdoba capital,
la segunda ciudad de Argentina. Allí vivía con su esposa, Eva Maltz,
y sus cinco hijos hasta que ocurrió el golpe de Estado de 1976.
"Mi padre fue un reconocido militante del Partido Comunista en Córdoba
y un colaborador permanente del movimiento sindical en la ciudad,
por lo que tenía una biblioteca que era acorde a ese pensamiento",
explica Luis Guerchunoff, uno de los cinco hijos de Salomón. Y ese
pensamiento comenzó a ser prohibido. Perseguido.
La familia Guerchunoff durante unas vacaciones.
A su lado están Nora, Ana y Beatriz, los otros hermanos.
Solo falta Roberto. Es 24 de marzo, el Día de la Memoria. Han pasado
46 años del golpe militar y en un colegio cercano proyectan un documental
con la historia de la familia. Es la primera vez en muchos años
que los hermanos están en la misma ciudad al mismo tiempo y activan
la recolección de recuerdos a cuatro voces. El primero: cuando sus
padres decidieron esconder los libros dentro de una de las paredes
de la casa.
"Fue poco después del golpe," dice Luis. "En años
anteriores mi padre había repartido sus libros más incriminantes
entre varios amigos para sortear los allanamientos que ya se producían
regularmente. Pero cuando ocurrió el golpe se dio cuenta de la gravedad
de lo que estaba pasando y dijo 'basta, voy a reunir mis libros
para evitarles problemas a ellos'". Meses antes de ese marzo de
1976, Salomón y Eva habían decidido remodelar la casa, así que aprovecharon
los materiales de construcción sobrantes para esconder la mayoría
de los libros en el interior de los muros de la parte alta de la
alcoba principal. "Los siete vivimos ese momento. Me acuerdo de
la sensación de miedo que nos acompañaba. Metimos todo tipo de libros,
de literatura política, sobre Marx, Engels, pero también de César
Vallejo, El Principito, el libro de cuentos infantiles 'Un elefante
ocupa mucho espacio', de Elsa Bornemann, que también estaba prohibido
por la dictadura", recuerda Ana Guerchunoff. Uno de los ejemplares
más preciados de la colección de Salomón era una cartilla de cuatro
hojas con dos odas de Pablo Neruda: a la pantera negra y a la mariposa.
En la parte trasera, un autógrafo con la inconfundible tinta verde
que solía utilizar el Premio Nobel chileno: 'Para Guerchunoff. Su
amigo, Pablo'.
"En 1956, Neruda había decidido pasar unos días en
Villa del Totoral, que es una población cercana. Y se quiso organizar
un recital, pero estábamos en la dictadura de Aramburu, y no se
le facilitó el principal escenario de la ciudad, que era el teatro
San Martín. Así que mi papá, junto a otras personas, movieron cielo
y tierra para que el poeta se pudiera presentar en otro espacio",
relata Luis. Para recompensar los esfuerzos de los implicados, Neruda
encargó en una imprenta local 500 ejemplares de un cuadernillo con
las dos odas. "Y le dedicó uno especialmente a mi papá", anota Ana.
"Aunque nosotros no recordábamos haberlo metido en la pared, mi
papá tenía la certeza de que ahí estaba". Eva, que era arquitecta,
se encargó de tapiar el muro y terminar todo con prolijidad de cirujana
para evitar que se notara que en esa superficie se había abierto
un agujero. Menos de un año después, en mayo de 1977, los militares
se llevaron a Salomón. "Lo enviaron a La Perla, que después sería
conocido como un centro clandestino de torturas. Allí pasó cinco
años". Los cuatro hermanos recuerdan con precisión milimétrica el
día que tuvieron que salir de esa casa: "Al quedarse sola y siendo
esposa de un sindicado por el gobierno, mi mamá no pudo sostenerse
y se vio obligada a malvender la casa", apunta Ana. "Tuvimos que
llevarnos las cosas en sábanas porque no teníamos plata para la
mudanza. Mi papá estaba secuestrado. Fue muy doloroso", señala Beatriz,
la hermana mayor.
A mediados de 2008 fueron recuperados los libros,
que estaban en perfecto estado.
En los años siguiente, Eva y los cinco hermanos vivieron
como pudieron en diferentes sitios. En 1982, Salomón fue liberado
y, ya con el régimen militar de salida, lo primero que hizo fue
acercarse al nuevo dueño de la casa para que le diera permiso para
romper la pared y sacar sus libros. "El tipo se negó a dejarlo entrar",
cuenta Ana. "Entonces mi papá, frustrado, nos dio una orden a todos:
'Nos olvidamos de los libros. Acá cerramos esa historia'". "Pero
él a menudo se acordaba de sus odas de Neruda y no podía evitar
referirse a la casa de 'ese señor'", rememora Luis. Eva murió en
1994 y Salomón, en 2002. Nora y Beatriz se marcharon a Israel y
Ana, Luis y Roberto formaron familia y se instalaron en distintos
lugares de Córdoba. Nunca más volvieron a la casa. En 2008, mientras
Ana visitaba una oficina en el centro de la ciudad como parte de
su trabajo en el Ministerio de Justicia, se le acercó una mujer
que le pidió hablar en privado. "Me preguntó si yo era Ana Guerchunoff,
la de la casa de los libros perdidos. Yo me quedé muda, y pensé
'¡Claro, los libros de papá!'". La mujer, que era inquilina de la
casa desde hacía un par de años, le contó que en el barrio se había
corrido el rumor de que dentro de los muros había libros. "Me dijo
que era como un fantasma y que para ella era muy difícil vivir en
una casa donde sabía que había una biblioteca metida en la pared".
Los libros después de ser sacados del muro.
Le dijo que iban a abrirla. La noticia tomó por sorpresa
a los hermanos. Beatriz y Nora desde Jerusalén dijeron enfáticamente
que querían estar presentes cuando picaran esos muros. Pero la urgencia
ganó: la mujer les dijo que tenían que sacar los libros lo más pronto
posible antes de que se enterara el dueño, que era el mismo que
le había negado la entrada a Salomón. "Fue de un día para otro que
tuvimos que ir con un albañil y romper. No dio tiempo para que llegaran
Nora y Beatriz", anota Luis. Fue un procedimiento simple: el albañil
dio dos golpes con el cincel y abrió un hueco en la pared de ladrillos
secos. Y ellos vieron el prodigio a través de la perforación. Los
libros estaban intactos, legibles, como si los hubieran puesto allí
el día anterior y no 30 años antes. "Mamá había hecho un buen trabajo",
dice Ana. "Estábamos aturdidos, no solo por el estado de los libros,
sino por todo el peso emocional que tenían, porque los libros son
parte de uno. Conservaban parte del olor que tenía la casa cuando
vivíamos allí, así que más que pensar en los libros, comenzamos
a rememorar todo lo que vivimos esos años", señala Luis. En medio
del nublamiento por la nostalgia, uno de los hijos de la inquilina
levantó el documento de Neruda y se quedó mirándolo con especial
interés.
"¿Y esto qué es?", preguntó. "Era el cuadernillo.
Estaba tal cual yo me lo acordaba, así que se lo quité y le dije
'Nada. Papeles viejos'... y me lo quedé", prosigue Luis. Los tres
hermanos pensaron que solo iban a encontrar fragmentos de lo que
habían dejado y, como aquella vez que salieron de la casa tres décadas
atrás, se tuvieron que llevar los libros en sábanas. Nora, la menor,
permanece callada. Apenas mira, en silencio, como sus hermanos hacen
el relato, pero al final estalla. Pone su cabeza en el hombro de
Beatriz para que no se le vean los ojos. "Que sacaran los libros
fue liberador para mí. Mi infancia se había quedado entre esos muros,
con esos libros que la dictadura nos obligó a guardar y que secuestró
a mi papá", concluye.
"Sentí que me encontraba de nuevo con esa niña de
9 años que se había muerto un poco cuando tuvimos que salir de esa
casa sin libros para llevar".
Cuando abrió los ojos, Luis Costa vio a tres soldados
de la Marina chilena apuntándole a la cara con sus fusiles G-3.
"Me agarraron", fue lo primero que pensó. Detrás de la fila de fusileros
ingresó el comandante, que le inspeccionó el rostro y, después de
descartar que fuera la persona que estaban buscando - un hombre
albino y de mucha más edad-, le dijo: "Siga descansando, ahora lo
que nos interesa son sus libros". Seis meses antes, el 11 de septiembre
de 1973, Pinochet había derrocado el gobierno de Salvador Allende
y, por cuenta de su militancia en el Movimiento de Izquierda Revolucionaria
(MIR), Costa estaba viviendo en la clandestinidad. Casi 50 años
después, en su casa de de Quilpué, un municipio a 10 kilómetros
de Valparaíso, la segunda ciudad de Chile, Costa señala un asiento
rústico de madera que tiene el respaldo en ángulo recto. "En esa
silla se sentaba Bautista Van Schouwen, el Baucha, (uno de los comandantes
históricos del MIR) cuando hacíamos las reuniones en mi casa. Decía
que le ayudaba con el dolor de espalda". Fue precisamente El Baucha
quien le dio las primeras indicaciones una vez se consumó el golpe
de Pinochet: esconderse, sobrevivir y si no era posible salvarlas
deshacerse de las bibliotecas de sus compañeros lo más pronto posible.
La casa de Luis Costa es una colección de su vida
en la militancia política. Y la fotografía.
"Durante los años de la Unidad Popular de Salvador
Allende hubo un apogeo del libro. Y muchos aprovechamos eso para
adquirir textos de literatura política para formarnos", cuenta.
"Sin embargo, el golpe de Pinochet fue tan certero que en menos
de un día el MIR ya estaba desarticulado, así que la principal misión
y casi la única que podíamos ejecutar era esconder o, tristemente,
destruir las bibliotecas de nuestros compañeros para evitar que
los pudieran incriminar. Tener un libro que fuese considerado peligroso
era suficiente para ser detenido", explica. Destruir los ejemplares
se convirtió en un asunto de vida y muerte, y aunque era un acto
triste al menos evitaba que cayeran en manos de los militares. Fue
una tarea de prueba y error: comenzaron por sumergir los libros
en las bañeras o en los lavamanos de las casas para que las hojas
se ablandaran y luego poder tirarlas por el inodoro. "Pero las cañerías
se tapaban con facilidad", cuenta Costa. "Así que tuvimos que pasar
a quemarlos". "Primero lo intentamos en el horno y en las hornillas
de la cocina, pero nos tomaba mucho tiempo quemar cada libro". Con
el tiempo, accedieron al último recurso: hacer hogueras en la noche
"para evitar que la gente sintiera el humo y nos denunciara". Sin
embargo, él no quemó todo. Pese al peligro que representaba, hubo
ejemplares que pudo salvar. Como impulsado por un resorte, Costa
detiene su relato y atraviesa su taller, un espacio repleto de objetos
y recuerdos de sus años de militante, que repartió entre sus familiares
y amigos cuando debió irse al exilio, después de un paso por los
centros de detención de Villa Grimaldi y Tres Álamos.
Y que luego recuperó. Sube las escaleras que conducen
al segundo piso, a su cuarto. Allí tiene ahora su biblioteca, de
donde saca un libro forrado con una lámina negra. "Había libros
que eran muy personales o muy útiles, que nos arriesgamos a preservar.
Este por ejemplo", dice mientras abre y permite ver el título, "Manual
del guerrilero urbano", del brasileño Carlos Marighella. "Era muy
útil para las tareas de clandestinidad que estábamos llevando a
cabo en esos días". Pero también se vio obligado a recurrir a tácticas
extremas para salvar su vida y la de sus compañeros. La mañana en
que despertó con la boca de los fusiles apuntándole, Costa estaba
de paso en la casa de una familia que vivía en Villa Alemana, un
municipio a unos 30 kilómetros de Valparaíso.
La familia, que no tenía ninguna relación con él,
hacía parte de la red de personas que apoyaban a los militantes
de la izquierda. Le habían organizado una cama improvisada en el
único cuarto disponible: una pequeña biblioteca ubicada en el primer
piso. Ahí estaba durmiendo cuando lo sorprendió el pelotón de la
Marina. Costa obedeció al comandante y se acostó sin dejar de temblar.
Pero en medio de su vigilia, el militar lo volvió a molestar. "Joven,
¿me puede explicar de qué trata este libro?", le preguntó y le pasó
un volumen que tenía un título llamativo, "Cibernética y la Revolución
Industrial". Costa se incorporó y le explicó brevemente, con lo
que recordaba de su paso por la universidad Santa María, que se
trataba del estudio de los sistemas que controlan las máquinas.
El uniformado hizo un gesto brumoso y puso el volumen aparte con
la orden de confiscar. "Interesante. Pero está el tema de la revolución
y eso es peligroso", dijo.
Luis Costa durante sus años de exilio tras ser expulsado
de Chile.
Al volver a recostarse, Costa se dio cuenta de que
encima de la mesa de noche, también improvisada, había un cuadernillo
de 30 hojas de papel de arroz para enrollar cigarrillos donde estaba
descrita la situación de la Secretaría General del MIR, que le había
llegado esa misma tarde. Agarró el documento en medio de un descuido
de los soldados, lo desgarró con sigilo, se lo metió en la boca
y comenzó a masticarlo disimuladamente. "Primero traté de humedecerlo
con la saliva, pero fue muy difícil, porque eran 30 hojas", relata.
"Me costó porque además no quería hacer ningún ruido". Costa recuerda
que todo eso pasaba con los militares ahí al lado. Él intentando
hacer desaparecer el documento y ellos buscando libros por el cuarto.
"No me acuerdo cuánto me tardé, pero finalmente logré tragarme todo".
"No me hizo daño de estómago ni nada, pero lo que sí me quedó fue
una sensación extraña en la boca, como de tinta seca, que siempre
defino como mi primera experiencia con la literatura gastronómica",
concluye con una cuota de humor e ironía.
Marjorie Mardones deja navegar sus dedos por una estantería
de libros de segunda mano como una niña en la juguetería. Ella es
bibliotecaria en el centro de Quilpué y docente de la Universidad
de Playa Ancha y en los últimos años se ha puesto la tarea de averiguar
qué pasó con miles de libros que fueron censurados y destruidos
en esta región chilena durante el régimen de Pinochet.
Por esa razón se pasea con su entusiasmo de rescatista
por esta librería: más que novedades, busca sobrevivientes. Cualquier
pista le sirve: un título con inclinaciones políticas publicado
en décadas anteriores, el sello de una editorial perseguida. Una
portada engañosa. Una tapa forrada para esconder el título original.
"Mi idea es buscar estos libros, que fueron sacados de sus bibliotecas
por ser considerados peligrosos y hacer que regresen a un estante,
a una biblioteca, que es su lugar" En su bolso, Mardones lleva uno
de los hallazgos que hizo en los últimos años, un ejemplar que pone
en evidencia una de las maniobras que se utilizaron para salvar
los libros del apocalipsis: el camuflaje. El libro está contenido
en una portada, azul celeste, que lleva impreso "La poesía de Nicanor
Parra: anejos de estudios Filológicos No. 4". Pero al abrirlo, otro
título: "Trotsky, el gran organizador de derrotas", que ella sospecha
fue publicado por una editorial soviética que aprovechando el apogeo
del libro en Chile comenzó a publicar títulos en español, aunque
sus talleres estuvieran en una calle de Moscú.
Augusto Pinochet lideró Chile con mano dura entre
1973 y 1990.
"Era un método muy artesanal, le retiraban la portada
con mucha delicadeza para evitar dañar el lomo y que después no
se pudiera utilizar -señala el borde del libro- y después pegaban
la nueva portada, que también había sido retirada de igual forma
de un libro menos peligroso. Se hacía con libros muy específicos
o que para su dueño eran importantes porque era un proceso muy dispendioso
y no se podía aplicar para todos los libros". Su investigación terminó
en una exposición en 2017 en la universidad de Playa Ancha sobre
los libros perseguidos en Valparaíso, en la que exhibieron no sólo
los libros sino los relatos de cómo habían sobrevivido. "Demostramos
que lo que vimos en Chile fue una destrucción fundamentalista del
libro. Como se perseguían personas, se perseguían ideas", agrega.
"Y fue una advertencia de lo que iba a venir. Como decía el poeta
alemán Heinrich Heine, 'donde se queman libros también se terminan
quemando personas'". Mardones cita el ensayo "Desear, poseer, enloquecer",
en donde el reconocido semiólogo italiano Umberto Eco, fallecido
en 2016, señala tres formas de biblioclastia o destrucción de libros:
la biblioclastia fundamentalista, por incuria o por interés. "Eco
lo señala con claridad: 'El biblioclasta fundamentalista no odia
los libros como objeto, teme por su contenido y no quiere que otros
los lean. Además de un criminal, es un loco, por el fanatismo que
lo anima. La historia registra pocos casos extraordinarios de biblioclastia,
como el incendio de la biblioteca de Alejandría o las hogueras nazis'",
recita Mardones y añade: "Y las dictaduras en el Cono Sur".
"La quema de libros fue una advertencia de lo
que iba a venir. Como decía Heinrich Heine, donde se queman libros
también se terminan quemando personas".
"Después de esa destrucción, de ese apagón cultural
como lo llaman muchos, lo que hizo la dictadura fue crear una cultura
del consumo rápido, donde el libro ya no tiene cabida", anota. Para
hacer gráfico lo que acaba de relatar, pronuncia un nombre que parece
un animal mitólogico: "Editorial Quimantú". A unos 90 kilómetros
de allí, Ramón Castillo, saca un libro de su colección: es un ejemplar
pequeño en cuya portada se puede ver un hombre que carga un busto
de Napoleón. Es "Sherlock Holmes y el misterio de los seis bustos",
pero él se concentra en el logo de la editorial que lo publicó:
un círculo con representaciones indígenas que rodean una "q" minúscula.
"Este es un libro de la editorial nacional Quimantú, de la colección
minilibros", dice con entusiasmo. Además de ser académico de la
facultad de Arte de la Universidad Diego Portales, Castillo también
ha seguido la vocación de rescatista de Mardones: frente a él, en
la mesa del living de su casa en el barrio Bellavista de Santiago,
reposa una montaña de libros. La mayoría de ellos con el sello de
la Quimantú. Tras la llegada al poder de Salvador Allende en el
1970, entre muchas medidas que se implementaron hubo una que tuvo
como empeño popularizar el libro. Para eso se adquirió una editorial
estatal, controlada por los trabajadores, que llegaría a producir
11 millones de libros en tres años. No solo era literatura universal
como el libro de Sherlock: en los últimos años, Castillo ha logrado
recuperar ejemplares con títulos más combativos, como "Qué es el
materialismo histórico", firmado por Marta Hernecker, y una recopilación
de la revista "Cabro Chico", dedicada a los niños.
El camuflaje de libros, bajo una nueva portada "inofensiva",
fue una forma de preservar su contenido.
"Tuvo un alcance enorme. Uno de los empleados de la
Quimantú nos contó una historia que lo retrata: después de una donación
a varios centro educativos que estaban fuera de la capital, un profesor
llamó para agradecer el gesto, pero sobre todo para pedir humildemente
que también le enviaran estantes, porque era la primera vez que
tenían libros en la escuela". Una vez ocurrió el golpe, Pinochet
y los militares que lo acompañaban llevaron adelante una persecución
sistemática de títulos que consideraban peligrosos (de hecho, se
hacían transmisiones televisivas con las quemas de libros y se convocaban
ruedas de prensa para anunciarlas), pero sobre todo, de los libros
de la Quimantú.
La colección de minilibros de la editorial Quimantú.
En pocos meses le habían cambiado el nombre (Editorial
Gabriela Mistral) y la mayoría de los libros fueron destruidos.
Pero él insiste en hacer eco de un solo objetivo que resume en:
"Muchas personas tuvieron la valentía de preservar algo que creían
era algo más que un libro, que destruirlo era como destruirse a
ellos mismos. Yo solo quiero que los libros vuelvan a tener un estante
para que no se olvide lo que pasó".
La persecución a los libros durante los regímenes
militares en Argentina y Chile, en el caso de Chile, tras el golpe
de Estado del 11 de septiembre de 1973, se inició una destrucción
de libros que eran considerados "subversivos" en bibliotecas públicas,
universidades, algunas viviendas y librerías. Esto condujo a un
proceso de autocensura, en el que muchos civiles destruyeron o escondieron
numerosos ejemplares de sus bibliotecas personales para evitar ser
incriminados por los militares. La siguiente fase del régimen fue
la censura previa. Aunque ya realizaba operaciones de censura, es
en 1976 cuando el gobierno militar establece la Dirección Nacional
de Comunicaciones, Dinaco. Todos los contenidos culturales producidos
en el país debían pasar por esta oficina para su aprobación. En
Argentina, el proceso es diferente. Cuando ocurre el golpe de Estado
de marzo de 1976, de inmediato se establece un control sobre la
producción de libros. Se llegan a prohibir más de 125 títulos que
estaban en contra de los "valores nacionales" que quería promover
el proceso de reorganización de la junta cívico militar. Hubo quemas
de libros. La más significativa ocurrió el 26 de junio de 1980 en
el partido de Sarandí, en la provincia de Buenos Aires, donde cerca
de un millón y medio de libros fueron quemados. Hubo una especial
persecución a los libros infantiles. Por ejemplo, el libro de cuentos
"Torre de cubos", de la escritora Laura Devetach, se prohibió mediante
decreto en el que se señalaba que su contenido "de fantasía ilimitada"
podía ser nocivo para los niños.
Después de diez años de dictadura, Augusto Pinochet
emitió una lista con los nombres de los desterrados a los que ya
se les permitiría regresar a Chile. Miguel Littín no se encuentra
en esta lista, halla su nombre en otra lista de personas a las cuales
se les prohíbe visitar el país. Este hecho convence a Miguel que
la única manera de retornar a su querida patria es mediante el uso
de un pasaporte falso, una profesión y una excusa falsas, y más
aún, con una esposa falsa. Durante su visita, Littín, haciéndose
pasar por un hombre de negocios uruguayo, dirige tres equipos de
filmación para la realización de un documental sobre la vida en
Chile bajo la dictadura. Filma entrevistas con chilenos comunes
y corrientes y con gente de movimientos de la resistencia que operan
en forma clandestina. Obtiene una entrevista con un líder de la
insurgencia cuando es conducido con los ojos vendados hacia un hospital
clandestino donde el líder se encuentra recluido después de haber
sido rescatado de un hospital público por un escuadrón subversivo
donde se reponía de la heridas causadas por un intento de asesinato
orquestado por la policía secreta de Pinochet. Miguel tiene éxito
en su misión y abandona Chile en un momento en que las autoridades
habían descubierto su presencia y detectives lo vigilaban en el
aeropuerto. La realización del documental tenía como propósito mostrar
al mundo la brutal represión y avergonzar al régimen de Pinochet
al revelar las redes de gente joven trabajando en Chile para tumbar
la dictadura.
La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile
(1986) es un libro de Gabriel García Márquez. Relata la visita clandestina
del director de cine chileno Miguel Littín en 1985 a su país natal
tras 12 años en el exilio.
El libro fue publicado en 1986. En febrero de 1987,
el Ministerio del Interior reconoció haber quemado 15.000 copias
de la primera edición de La aventura de Miguel Littín clandestino
en Chile el 28 de noviembre de 1986 en Valparaíso por órdenes de
Augusto Pinochet.
El 28 de octubre de 1986, después de varios días de
viaje, el Peban, un vapor de bandera panameña, atracó finalmente
en el puerto chileno de Valparaíso. Mientras se preparaba para diligenciar
los papeles de aduana, la tripulación recibió la noticia de que
se procedería con la incautación de una parte del cargamento. El
capitán, que estaba seguro de que todo lo que llevaba en su barco
estaba en regla, preguntó cuál era la mercancía que iban a retener.
La respuesta oficial fue la que menos esperaba: "Los libros", específicamente,
15.000 ejemplares de "La aventura de Miguel Littín clandestino en
Chile", escrito por el ganador del premio Nobel de Literatura Gabriel
García Márquez que habían sido enviados desde el puerto de Buenaventura,
en Colombia. Y que debían llegar a manos de Arturo Navarro, el representante
de la editorial Oveja Negra -que publicaba los libros del Nobel
en aquellos años- en Chile. El libro narraba las peripecias que
había que tenido que sortear el cineasta chileno Miguel Littín,
quien vivía en el exilio desde el golpe de Estado que llevó a Augusto
Pinochet al poder en 1973. Littín había vuelto a Chile durante dos
semanas en 1985 para filmar en la clandestinidad un documental sobre
lo que estaba pasando en el país 12 años después de la irrupción
militar.
Arturo Navarro era el representante de la editorial
Oveja Negra en Chile.
Luego estrenaría el documental "Acta Central de Chile"
en el Festival de Cine de Venecia del 86. Pero el libro de García
Márquez iba más allá: contaba sobre todo detalles que no aparecían
en la cinta como por ejemplo el encuentro de Littín, quien se había
hecho pasar por un empresario uruguayo, con el propio Pinochet en
los pasillos del Palacio de la Moneda, donde el presidente de facto
no lo reconoció. "Yo me enteré de la incautación de los libros dos
semanas después porque estaba fuera del país", recuerda Arturo Navarro
tomándose un café bajo la nave central del Museo Nacional de la
Memoria en el corazón de Santiago. Navarro había regresado de un
viaje por EE.UU. a visitar a su familia cuando se encontró con un
mensaje de alerta en el contestador automático de su casa. Era de
su agente aduanero y le describía una situación crítica: "Arturo,
me dicen que los libros fueron quemados".
Para Navarro, el cargamento era fundamental: era el
principal producto que esperaba exponer durante la feria del libro
de Santiago, que se iba a celebrar pocas semanas después del incidente.
Él, que había sido empleado de la Editorial Nacional Quimantú (ampliamente
perseguida por el régimen) y había visto a los militares ejercer
la destrucción de libros en primera fila, también sabía que el régimen
de Pinochet había flexibilizado sus políticas de censura. En ese
contexto, creyó que la incautación debía ser más un malentendido
que un acto de represión y decidió viajar a Valparaíso para resolver
el problema personalmente. "El libro ya había sido publicado en
capítulos en Chile por una revista (Análisis) meses antes", señala
Navarro. "Sin embargo, lo que me preocupaba es que de acuerdo a
la prensa, la incautación de los libros se debía al mal estado de
los contenedores, que me parecía una disculpa inusual".
La noticia apareció en el diario neerlandés NCR.
Los ejemplares habían quedado bajo el control de la
jefatura de Zona en Estado de Emergencia, a cargo de militares.
Cuando Navarro se acercó al edificio castrense donde podría intentar
rescatar los libros, percibió de inmediato la tensión que se sentía
dentro del gobierno por esos días: un mes y medio antes, el 7 de
septiembre, militantes del Frente Patriótico Manuel Rodríguez habían
estado muy cerca de acabar con la vida de Augusto Pinochet, en un
feroz atentado cuando este regresaba a Santiago desde su residencia
en el Cajón del Maipó, a unos 50 kilómetros de la capital. El asalto
había dejado cinco escoltas muertos y varios heridos. "En el edificio
logré hablar con un militar de rango medio al que le pedí que al
menos me permitiera devolver los libros a Lima", señala. "Pero después
de hacer un par de llamadas, finalmente me dijo 'Navarro, no se
preocupe, que los libros ya los quemamos'". La versión en los medios
se mantenía: contenedores en mal estado, lo que podría explicar
la incautación, pero nunca la incineración. Para Navarro era claro
que la orden había venido de arriba y, aunque no tuviera pruebas,
no se iba a quedar quieto hasta que la gente supiera que el régimen
de Pinochet había mandado a quemar 15.000 volúmenes de nada menos
que un premio Nobel.
Este es uno de los pocos documentos donde el régimen
de Pinochet aceptó que había quemado libros.
"Yo sigo sosteniendo que esto fue un capricho de Pinochet:
no quería ver un libro, mucho menos después del atentado, en el
que básicamente describe cómo le habían metido los dedos en la boca",
afirma Navarro. La noticia lo dejó abatido y sin ejemplares para
la feria. Entonces convocó a ruedas de prensa para dar a conocer
lo que había pasado, hizo la denuncia pertinente ante la Cámara
Chilena del Libro y aunque dentro del país no hubo mucho eco, en
el mundo sí publicaron la noticia. Navarro guarda recortes de prensa
de medios de Grecia, Holanda y Estados Unidos que hablan de los
ejemplares calcinados. Pero quedaba por saber qué era realmente
lo que había pasado. "Yo de verdad no creía nada de lo que me habían
dicho. Ni siquiera que los habían quemado". Uno de sus colegas le
recomendó que el mejor camino para obtener una respuesta del régimen
era la vía diplomática, por lo que decidió acudir a la embajada
de Colombia, país de donde originalmente habían salido los libros.
"Ahí conocí a Libardo Buitrago, el cónsul colombiano, quien se ofreció
a ayudarme".
Miguel Ernesto Littín Cucumides es un director de
cine, televisión, guionista y escritor chileno de orígenes palestino
y griego.
Poco después, gracias a la presión de un país extranjero,
le llegó al cónsul un papel muy revelador, una carta fechada del
9 de enero de 1987, firmada por el vicealmirante John Howard Balaresque,
en la que no solo se confirma la incineración de los libros sino
también las razones: a los ejemplares de "La aventura de Miguel
Littín clandestino en Chile" se les impuso "una medida de censura
previa" por considerar que el contenido "transgredía abiertamente
las disposiciones constitucionales". "Ese papel es el único documento
oficial que existe en el que el régimen de Pinochet acepta que quemó
libros y que lo hizo por censura. Algo imposible de obtener en esos
tiempos", relata Navarro. "Y ahora está acá, en el Museo de la Memoria".
El documento, con firma oficial, le sirvió a la editorial Oveja
para poder cobrar el seguro por la pérdida, pero además implantó
en la cabeza de Navarro una certeza que no lo abandonó nunca más:
la cultura sería clave en el fin del régimen. "Esta represión a
los libros, a la cultura, se daría vuelta y terminaría siendo uno
de los principales motivos por los que Pinochet saldría del poder.
Porque fueron los cantantes, los artistas, los escritores quienes
serían fundamentales en la campaña de votar No en el plebiscito
de 1988 que acabaría con la dictadura", concluye.
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