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Pocos autores de los llamados «rescatados», y cuya obra brilló
de forma espectacular en los turbulentos y en muchos casos inmorales
años de entreguerras del siglo pasado, han producido tal cantidad
de estudios, artículos, biografías y literatura crítica como Irène
Némirovsky (Kiev, 1903-Auschwitz, 1942) y Stefan Zweig (Viena, 1881-Petrópolis,
1942). ¿Qué tenían en común? Ambos eran judíos, habían sido best
sellers en su época y ambos simbolizarían el terrible fin y persecución
sin piedad al que serían sometidos los suyos durante el nazismo
y la II Guerra Mundial. Némirovsky, nacida en 1903 en Kiev, e instalada
junto a su acomodada familia en Francia, huyendo de la Revolución
Rusa, sería deportada en julio de 1942 y moriría en Auschwitz poco
después. Por su parte, Zweig escogió suicidarse unos meses antes,
desesperado por el futuro de la que había sido su casa, Europa,
en Petrópolis, Brasil. Alabada por elementos ultranacionalistas
y de la extrema derecha proveniente del partido Action Française,
durante tiempo Irène Némirovsky -para desconcierto de muchos- sería
mimada en todas sus publicaciones. El escritor Brasillach, fusilado
al acabar la guerra por colaboracionismo, la compararía con Chéjov.
Luego, poco a poco, todos aquellos antisemitas la dejarían caer,
aunque no se borrarían las acusaciones frecuentes, de aquellos días
y posteriores, de los que la tachaban de auto-odio judío. Una acusación
a la que igualmente habían sucumbido grandes figuras como el vienés
Karl Kraus. Todo ello jamás empañaría una única e irrebatible realidad:
que Irène Némirovsky fue una grandísima escritora, equiparable a
los más grandes maestros franceses, e incluso rusos, que la habían
antecedido.
Hasta el último momento de su detención en el pequeño pueblo de
Issy- L’Évêque donde se había refugiado junto a sus dos hijas pequeñas,
Irène no dejaría de escribir, febril y tercamente, las que serían
dos obras maestras, destinadas a la posteridad. Una, la célebre
Suite francesa, que la devolvería a la fama 60 años después, y otra,
la aparecida en 2020 Los fuegos de otoño. Publicada póstumamente,
en 1957, una segunda versión sería aquel año rescatada, con
anotaciones de su puño y letra, gracias a Olivier Philipponnat,
que, junto a Patrick Lienhart, firmaría la espléndida biografía
de referencia ( La vie d’Irène Némirovsky: 1903-1942 ).
Obra cumbre de Irène Némirovsky y baluarte literario
contra el fanatismo y la intolerancia, Suite francesa cautivó al
mundo con su retrato inmisericorde de la sociedad francesa de entreguerras.
En Los fuegos de otoño, Némirovsky compone de nuevo un sensacional
fresco narrativo del envilecimiento de la burguesía parisina durante
ese período vertiginoso. Escrita en la primavera de 1942, al mismo
tiempo que Suite francesa y pocos meses antes de la muerte de la
autora, y publicada a título póstumo en 1957, Los fuegos de otoño
sobrevivió milagrosamente a los estragos del nazismo, y el reciente
descubrimiento de una copia de la novela con abundantes correcciones
de la propia Némirovsky le confiere un valor adicional incalculable.
Finalizada la Primera Guerra Mundial, Bernard Jacquelain regresa
de las trincheras con una medalla, pero desilusionado ante la falta
de perspectivas. Tras los horrores presenciados en el frente, lucha
por hacerse un hueco en el mundillo de los negocios turbios que
campan a sus anchas en París. ¿Qué puede atraer a la bella y sensata
Thérèse del rebelde y un tanto desvergonzado Bernard? A pesar de
los desengaños y sufrimientos que puede acarrearle esa relación,
Thérèse lo quiere y confía en que la fuerza del amor acabe por imponerse.
Durante diez años, gracias al dinero fácil, ambos disfrutan de los
mediocres placeres de la vida burguesa, pero cuando los tambores
de guerra vuelven a sonar con fuerza y el futuro se torna incierto,
todo empieza a desmoronarse. Ambientada en el París febril y disoluto
de entreguerras, Los fuegos de otoño es no sólo un retrato íntimo
de unos hombres y mujeres en busca de una libertad imposible, sino
también una semblanza implacable y sobrecogedora de una clase social
presa de sus privilegios y costumbres.
El París del periodo de Entreguerras (1918-1945) giraba entorno
a las figuras de Pablo Picasso, Jean Cocteau, André Breton, Meret
Oppenheim o Man Ray.
Las parábolas de arribistas sin escrúpulos, de aventureros suicidas
de las finanzas y de desclasados ambiciosos -un tema que Irène conocía
a la perfección al haber sido criada en una familia de banqueros-
abundan en la obra de esta gran escritora. Muchos de estos turbios
personajes aprovecharon, a través de la política y los negocios,
los años frenéticos y amorales de entreguerras para lucrarse. Un
tema que aparecía igualmente en la excelente novela de Pierre Lemaitre,
Nos vemos allá arriba (Salamandra). Amparados por tupidas redes
de corrupciones y estafas a gran escala que arrastraban a muchos
a la ruina, estos arrogantes maquinadores reinaron en una época
en que la inteligencia, los conocimientos o las aptitudes habían
perdido todo valor: «Lo meritorio -se dirá en Los fuegos de otoño
- es triunfar cuando no tienes ninguna de esas bazas a tu favor,
ser académico sin tener talento, hombre de Estado sin poder identificar
la isla de Java en una mapa, hacer fortuna sin haber trabajado o
hacer rodar el mundo siendo un mediocre en todo».
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Irène Némirovsky solo tenía 39 años cuando murió entre las alambradas
de Auschwitz. Había nacido en 1903 en Kiev en el seno de una acaudalada
familia judía que se exilió en París tras el triunfo de la revolución
bolchevique. Con solo dieciocho años comenzó a escribir en francés,
el idioma que había aprendido de su institutriz. A pesar de que
su escritura fluyó caudalosamente, alumbrando 18 novelas y alrededor
de 50 relatos, el reconocimiento no llegó hasta que en 2004 se publicó
su inacabada Suite francesa, ambientada en la Francia de Vichy.
Publicada originalmente en 1936, recrea la Francia de entreguerras,
cuando los felices años veinte parecían augurar un futuro de paz
y prosperidad. Los protagonistas de esta ficción saturada de lucidez
y desgarro son Antoine Carmontel y Marianne Segré, dos jóvenes de
familias burguesas. Primero serán amantes y, al cabo de un tiempo,
marido y mujer. En ese viaje, que comprenderá dos décadas, experimentarán
fervor, desencanto, apatía, asombro, gratitud. Solo al final llegará
una complicidad tranquila, engendrada por el sufrimiento compartido
y la necesidad de adaptarse a las imperfecciones de la vida.
La pasión es un impulso irreflexivo, un malentendido. Los amantes
deforman la realidad para satisfacer sus anhelos. Marianne cree
que Antoine es una especie de Byron, un joven orgulloso y refinado
que desafía a la sociedad con su sentido de la libertad. Antoine
piensa que Marianne es una muchacha independiente y valerosa, sin
ninguna preocupación por los convencionalismos. En realidad, los
dos son frágiles e inseguros y no lo descubrirán hasta que el matrimonio
les permita conocerse mejor.
En 2014 tuvimos una adaptación con una soberbia
Michelle Williams.
Némirovsky es una excelente prosista, capaz de combinar el retrato
psicológico, el apunte filosófico, la nota histórica y la pincelada
lírica sin menoscabar el ritmo del relato. No es una escritora invisible,
que enmudece para dejar hablar a los hechos, sino una voz reflexiva
y profunda. No sigue las enseñanzas de Flaubert. Está más cerca
de Proust, que se niega a desprenderse de su subjetividad, pues
entiende que la ficción está ligada al mundo interior de su creador
y no puede eludir su necesidad de expresarse.
Puede leerse como una hermosa y áspera historia de amor, pero no
se limita a encadenar peripecias. En todo momento, salpica el relato
de consideraciones atinadas y nada intempestivas. Némirovsky describe
la felicidad como algo que huye sin descanso. El ser humano parece
abocado al instante, un horizonte que se desvanece apenas nos aproximamos
a él. Los momentos felices que comparten los amantes son más precarios
que un objeto. De ahí que a veces surja la tentación de entregar
el corazón a un cuadro o una porcelana, pues son más fiables que
los afectos, tan inestables. Némirovsky despliega una visión pesimista
–pero no descarnada– de las relaciones humanas. Su desaliento quizás
nace de una infancia infeliz, con una madre nunca le prestó atención.
Quizás por eso escribe que las heridas no se cierran con facilidad
y que realmente no conocemos a los demás. Padres e hijos comparten
el hogar, pero eso no significa que se comprendan o intenten averiguar
qué sienten realmente. Las pasiones no son más esperanzadoras. Los
amantes siempre desembocan en la decepción mutua. Madurar consiste
en renunciar a los ideales irrealizables y aceptar que la verdadera
dicha no es un estado de plenitud, sino de serenidad. Antoine y
Marianne viven un idilio ardiente, pero el fuego se apaga al convertirse
en matrimonio. Los dos buscarán la pasión perdida en otros brazos.
Esas aventuras solo aplacarán temporalmente su insatisfacción. Al
cabo de los años, dejarán de frecuentar otros lechos, pues entenderán
que el deseo solo deja un amargo sabor a ceniza. No recobrarán la
pasión del principio, pero en su lugar fructificará la amistad.
Némirovsky introduce muchas tramas secundarias, sin caer en dispersión.
Son particularmente conmovedoras las historias de Évelyne y Solange.
Ambas morirán prematuramente. El suicidio y un aborto serán la causa
de su trágico fin. La compasión que inspiran no está exenta de egoísmo.
Marianne reconoce que “nunca se llora solo por los demás”. La muerte
de los padres o las enfermedades de los hijos ponen de manifiesto
que la vida es un latido que puede detenerse en cualquier instante.
Un recorrido por rincones de la 'rive droite' del Sena siguiendo
los pasos de artistas y famosos en el período de Entreguerras.
El instante, es plenitud, pero también vacío. La embriaguez del
amor es efímera y peligrosa. Némirovsky apunta que la paz interior
solo se obtiene con el amor conyugal. Al hacer balance de su matrimonio,
Marianne concluye: “unidos eran invencibles. […] separados, los
seres más débiles del mundo”. Desgraciadamente, la experiencia adquirida
no puede transmitirse a los hijos, condenados a madurar a base de
errores y fracasos. Los vástagos de Antoine y Marianne no se librarán
de incurrir en las mismas equivocaciones que sus progenitores. La
existencia es un círculo que se reproduce sin fin. Némirovsky nos
advierte sobre los riesgos del inconformismo. Si esperamos el paraíso,
probablemente acabaremos en el infierno. Aunque el ser humano parece
impenetrable, nunca hay que renunciar a conocerse a uno mismo, pues
solo de ese modo podremos conocer y comprender a los demás. Duele
pensar en la vida interrumpida de Némirovsky, víctima del Reich
alemán y de los soviets. El hitlerismo le arrebató la vida, pero
previamente había perdido su patria por culpa del bolchevismo. El
odio irracional del totalitarismo contrasta con la riqueza de un
espíritu que describió tan bien los distintos matices de la naturaleza
humana. Dos es una novela espléndida, con un estilo clásico y una
prosa de exquisito lirismo. Némirovsky no incurre en el didactismo,
siempre pueril, pero nos proporciona una valiosa enseñanza: la pasión,
“cuyo mismo nombre significa sufrimiento”, no es sinónimo de felicidad,
sino de ofuscación. El amor “hace de dos seres, uno solo”. La pasión,
en cambio, divide y aísla. Marianne y Antoine, después de amarse,
odiarse, separarse y reencontrarse, son uno, “como dos ríos que
han juntado sus aguas”. ¿Qué habría escrito Némirovsky en su vejez?
Es posible que su indulgencia y tolerancia, lejos de menguar, habrían
crecido, legándonos valiosas lecciones sobre el oficio de vivir.
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