Don Cheadle no ganó el Óscar a mejor actor de
la edición del 2004 (se lo llevó Jamie Fox por Ray) y tampoco
consiguió el Globo de Oro ni el Premio del Sindicato de Actores,
a todos los cuales estaba nominado aquel año. Aún así, Paul
Rusesabagina, el personaje al que interpretó en Hotel Rwanda,
se mostró satisfecho. Que su odisea personal hubiera sido
llevada al cine, y encima con tanto éxito de público y crítica,
era más de lo que habría esperado diez años antes, cuando
vivió en persona los hechos que luego contaría la película.
Que estuviera allí para verlo junto con su familia era el
verdadero premio. Y es que en 1994 le tocó verse en medio
de uno de esos ataques de paroxismo enajenado con que el ser
humano demuestra no sólo que es el ser más peligroso del planeta,
sino que puede llegar a perder precisamente ese factor de
raciocinio que le distingue de los animales, y con él su propia
humanidad. El genocidio de Ruanda corrió paralelo al de Bosnia
y por eso, porque pasaba entre negros y lejos, en la siempre
olvidada África, no mereció la misma atención. Es cierto que
a los caídos bosnios les daría igual, como también lo es que
la situación ruandesa resultaba muy confusa y no se tenía
una idea clara de lo que ocurría. Aunque no era por falta
de indicios.
Don Cheadle junto al verdadero Paul Rusesabagina.
Los hutus no desencadenaron las matanzas de
pronto. Llevaban años practicándolas a pequeña escala, en
brotes episódicos de violencia, desde que Bélgica descolonizó
el territorio y antes de irse cometió la última de una increíble
serie de torpezas: retirar el poder a la misma minoría tutsi
en la que se había apoyado para gobernar a partir del final
de la I Guerra Mundial, cuando sustituyeron a los alemanes
en el control del país. Los tutsis, apenas un 14% de la población,
fueron elegidos como clase colaboradora por motivos diversos,
entre los que estaban los económicos (tenían un mayor nivel
de riqueza y, por tanto, de educación) y los raciales (su
piel era menos oscura, lo que, conforme a las teorías antropométricas
de la época, los hacía más cercanos a la raza blanca).
Lo cierto es que esa separación entre dos etnias
(en realidad tres, pues también estaban los twa pero como
eran pigmeos ni siquiera contaban) era artificial. Se suponía
que los tutsis procedían del Nilo y basaban su acomodada posición
en el pastoreo, la tradicional fuente de riqueza de Africa,
mientras que los hutus, de origen bantú y pobres, no podían
sino dedicarse a la agricultura. Pero nada más, ya que el
paso de los siglos los había mezclado hasta hacerlos indistinguibles
con bastante frecuencia y, de hecho, a veces se les adscribía
a una etnia u otra en función del número de vacas que poseyeran.
Lo malo fue que los propios indígenas asumieron esos roles
como ciertos.
Foto del rodaje en la que se ve al director
de la película, Terry George.
En suma, las autoridades coloniales necesitaban
un estamento indígena auxiliar en su administración y, como
vimos, eligieron a los tutsis. Para ello, hicieron constar
en los carnets de identidad la filiación racial que les otorgaba
los derechos que negaban a los hutus, sobre los que ejercían
una relación de vasallaje. Así fue incubándose el odio de
éstos hacia sus opresores y, cuando finalmente se rebelaron
en 1961, los belgas aprovecharon para irse, no sin antes intentar
compensarles reconociendo su golpe de Estado. Había llegado
el momento de ajustar cuentas.
Se hicieron esperar muy poco. Ese mismo año
se produjo la primera matanza y luego hubo más en el 63 y
el 64. Los tutsis no habían digerido su postergación y tampoco
se resignaban a morir sin más, así que no sólo organizaron
un grupo guerrillero, germen del posterior Frente Patriótico
Ruandés, sino que en 1972, en el vecino Burundi, donde también
había una jerarquización similar, provocaron a su vez una
terrible masacre de hutus. Aunque la semilla del odio crecía,
el general hutu Juvénal Habariyama consiguió mantener al país
en cierta calma tensa en los 90, permitiendo el regreso de
miles de exiliados tutsis. Pero precisamente la superpoblación,
la escasez de tierras de cultivo y el hundimiento de los precios
del café en los años ochenta sumieron al país en la ruina
y la guerra civil. Un acuerdo alcanzado en Arusha debía ponerle
fin pero ocurrió todo lo contrario, ya que el avión presidencial
fue misteriosamente derribado cuando regresaba. Era la señal
para empezar a matar.
Ése es el punto de inflexión de las dos principales
películas que tratan el tema del genocidio, la citada Hotel
Rwanda (Terry George, 2004) y Disparando a perros (Michael
Caton-Jones, 2005). La primera, decíamos antes, cuenta la
heroica historia de Paul Rusasebagina, gerente del Hôtel des
Milles Colines (un establecimiento de Kigali perteneciente
a la cadena belga Sabena), quien se las arregló para sobornar
a militares e Interahamwe (“los que atacan juntos”, fanáticos
milicianos hutus) para mantenerlos fuera del establecimiento,
donde había acogido a más de un millar de refugiados tutsis
y hutus moderados.
Don Cheadle y Sophie Okonedo, protagonistas
de «Hotel Rwanda».
Lo consiguió durante tres meses largos, tiempo
en el que fuera de aquellos muros protectores fueron exterminadas
unas 800.000 personas sin que la UNAMIR, la fuerza de pacificación
enviada por la ONU, pudiera hacer nada porque tenía prohibido
intervenir. Su comandante, el canadiense Roméo Dellaire, versionado
en el film con el nombre de Olivier por Nick Nolte, acabaría
asqueado al ver que todas sus advertencias y desesperados
llamamientos eran ignorados, en parte por la impresión que
produjo el asesinato de diez soldados belgas que escoltaban
a una ministra moderada y en parte por la negativa del gobierno
francés a cualquier injerencia, ya que no sólo apoyaba a los
hutus sino que difundió la noticia de que eran éstos los que
estaban sufriendo las matanzas. De fondo, se evitaba siempre
mencionar la palabra genocidio, puesto que eso implicaba la
obligación de intervenir. Dellaire plasmó su experiencia en
un libro titulado Shake hands with the Devil, que también
tuvo su adaptación cinematográfica en 2007.
La de Paul Rusasebagina, que lógicamente hizo
de asesor en el rodaje de Hotel Rwanda, fue aún más tremenda
y por partida doble, ya que él era (es) hutu y su esposa,
interpretada por la actriz británica Sophie Okonedo (también
nominada a un montón de premios, Óscar incluido), tutsi. Desde
el primer momento se muestra a Paul como un hombre de recursos:
ora grita “¡Poder hutu!” para salvar a su chófer tutsi mientras
atraviesan una manifestación interahamwe, ora consigue víveres
de contrabando del jefe de dicha milicia que casualmente es
amigo suyo, ora obtiene la protección del general Augustin
Bizimungu (posteriormente condenado por el Tribunal Penal
Internacional) con sobornos, ora facilita a los asesinos una
lista de clientes atrasada, ora llama a la sede belga de Sabena
para que obliguen a intervenir al gobierno francés a presionar
al ruandés evitando una inminente masacre en el hotel.
Nick Nolte, interpretando al canadiense Roméo
Dellaire.
Es, en cierta forma, la línea que sigue el guión
de Keir Pearson, con el que obtuvieron la tercera candidatura
al Óscar de la película, aunque también colaboró Terry George,
el director, en cuyo currículum figuraban títulos tan solventes
como En el nombre del padre o The boxer. No tuvieron que esforzarse
mucho en idear situaciones de tensión porque Paul vivió todas
las imaginables, desde toparse un neblinoso amanecer con una
carretera sembrada de muertos a creer que su mujer se había
suicidado al entrar los interahamwe en el hotel, pasando por
el horror que el convoy de UNAMIR que trata de sacar de allí
a algunos refugiados -incluida su familia- tiene que dar media
vuelta y regresar apuradamente al hotel -ese santuario- con
las fuerzas del coronel Olivier conteniendo a duras penas
a los fanáticos milicianos.
Éstos habían sido advertidos por el siniestro
locutor de la Radio de las Mil Colinas, una emisora dedicada
a incitar al exterminio de las inyenzi (cucarachas) tutsis.
Incluso la desgarrada forma en que Olivier le comunica que
las tropas francesas, que parecían salvadoras, sólo vienen
a llevarse a los turistas blancos o la desolación de éstos
al ser conscientes de su privilegio frente al tremendo destino
que espera a los africanos que se quedan.
El film tiene escenas rodadas en Kigali pero
la mayoría se hicieron en Johannesburgo y tuvo muy buena acogida,
tanto de público como de crítica. No obstante, se le han puesto
algunos peros por tratar de mantener la tensión a base de
situaciones “más difícil todavía” típicas del cine estadounidense,
desaprovechar el personaje de Nick Nolte o no ser capaz de
dejar una sensación profunda en el tiempo.
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