Los títulos de crédito ya permiten hacerse una
idea bastante aproximada de lo que vendrá a continuación.
En ellos se explica que los hermanos Calatrava acordaron recibir
por su participación en la película “1.124 letras con vencimiento
el 30 de febrero de cada año”. También se celebra que, antes
incluso de su estreno, El E.T.E. y el oto contase ya “con
tres Oscars”: Óscar Fernández, Óscar Barcial y Óscar Pedrín,
“el ayudante de del electricista, el secretario del ayudante
del electricista y el enchufado del productor”.
Produce y distribuye VADI-MON, dirige el ínclito
y versátil Manuel Esteba (Agáchate, que disparan, Veinte pasos
para la muerte) y la autoría del guion se atribuye al propio
Esteba en comandita con los Calatrava, pero en ningún momento
se especifica lo obvio: que el argumento se “inspira” en E.T.
el extraterrestre, el clásico familiar de Steven Spielberg,
estrenado con enorme éxito un año antes. Solo se proclama,
en un encomiable alarde de desfachatez, que “cualquier parecido
con la realidad o la fantasía es pura y mera coincidencia,
¡no queremos pleitos!”.
Dedicamos 3 entradas al cambio de modelo del
cine español.
Pásate por Intro >> Cine español.
Así se presentaba en sociedad, hace ahora 40
años, esta obra maestra del humor castizo, coyuntural y pedestre.
Aprovechando que la película lleva ya cuatro decenios a cuestas
y se ha convertido en objeto de culto minoritario, a la altura
de lisérgicas perlas de estercolero como Karate a muerte en
Torremolinos, Aquí llega Condemor, pecador de la pradera,
Aunque la hormona se vista de seda o Yo hice a Roque III,
Filmin la ha incorporado a su catálogo, en coherencia con
una política de contenidos que su director editorial, Jaume
Ripoll, describe como “ecléctica y sin prejuicios”. Los 141
usuarios que han valorado la película le otorgan una puntuación
media de 3 sobre 10, lo que la convierte en una de las peor
consideradas de la plataforma.
Vista hoy, incluso con la indulgencia que se
reserva a los productos de espíritu irreverente y presupuesto
muy exiguo, la película no parece merecer mucho más. Si se
le aplican criterios convencionales, resulta evidente que
presenta un guion paupérrimo (un extraterrestre se pierde
en las España rural y cae en manos de un crío de11 años, sociópata
precoz que le somete a todo tipo de crueldades y humillaciones),
una puesta en escena descacharrada e interpretaciones bochornosas.
Puestos a identificar un profesional que ejecutase en ella
su tarea con una cierta solvencia, ese sería Josep Bardají,
autor de la más que potable banda sonora.
Existen múltiples baremos posibles de excelencia
cinematográfica, pero El E.T.E. y el oto no encaja (ni pretende
encajar) en ninguno de ellos. El crítico Rubén Redondo, impenitente
degustador de cine “maldito”, describe la película como “trash
en estado puro”, un subproducto de factura artesanal y coste
irrisorio que basa “toda su fuerza en el carisma y el humor
de sus protagonistas” y la atropellada sucesión de ocurrencias
delirantes. Un paseo, en fin, por catacumbas cinematográficas
a las que los espectadores de paladar exquisito “no se asomarían
ni por todo el oro del mundo”.
Imagen promocional de 'El E.T.E. y el otro',
con uno de los hermanos Calatrava vestido como un E.T. de
mercadillo.
La película, pese a todo, tiene un innegable
valor como síntoma de la gozosa enfermedad que padeció la
industria audiovisual española a mediados de los ochenta,
un peculiar momento mórbido entre los estertores del cine
popular tardofranquista y la emergencia de un nuevo modelo,
más basado en la profesionalización y la búsqueda de la calidad
y el prestigio. Carlos Garries, experto en celuloide gamberro
y desprejuiciado, la describe como “una de las experiencias
más bizarras” de la historia del séptimo arte en España. Con
el orgullo de los pioneros, Garries asegura haber acudido
a verla en su día, “en el cine de Montcada”, y la considera
una auténtica cumbre de la serie Z patria, junto al otro par
de películas en que Esteba puso su claqueta al servicio de
los hermanos Calatrava, Horror Story y Los Kalatrava contra
el imperio del Karate.
Manuel Valencia, director del veterano fanzine
especializado en cine de subgénero 2.000 maníacos, también
vio la película “donde y cuando había que verla”, es decir,
“en 1983 en un cine de barrio, en concreto, el San Miguel
de Valencia, una sala de programa doble que, por 250 pesetas,
te permitía disfrutar siempre de un par de subproductos delirantes,
de las artes marciales al destape pasando por esa cochambre
española, tan de la época, de la que los Calatrava eran máximos
exponentes”. La disfrutó, por supuesto, con la falta de prejuicios
del cinéfago impenitente que era ya por entonces: “¿A quién
más que a ellos se le pudo ocurrir semejante acto de sinvergonzonería?
Es el paradigma del cine sinvergüenza español, de nuestra
serie trash, de la caspa celtibérica y psicotrónica”.
Los Vergara pasaron a llamarse Cines Conde Duque
Goya, en Madrid.
Con entusiasmo retrospectivo, el erudito en
rarezas asegura que “en Estados Unidos presumen con fundamento
y sin complejos de los grandes clásicos de su serie Z, pero
Ed Wood y su Plan 9 del espacio exterior no le llegan ni a
la suela de los zapatos a ese acto de piratería genial y alevoso
que fue El E.T.E. y el oto, un op-art, un brillante delirio,
un artefacto cinematográfico fuera de época”. Valencia pronostica
que “en un futuro lejano, cuando los críticos analicen qué
pasó en esa etapa en concreto del cine carpetovetónico, de
dónde demonios salieron películas así, sufrirán una implosión
neuronal”.
Borja Crespo, agitador cultural, productor y
director de cine, también vio la película en su día, pero
no comparte del todo el entusiasmo que siente por ella Manuel
Valencia. Sí concede que “se trata de un remake triposo, absolutamente
oportunista y descabellado”, cuyo “altísimo nivel de caspa
y ensayo” resulta cada vez más llamativo a medida que pasa
el tiempo. En su opinión, puede resultar “incluso entrañable”
dependiendo “del marco mental con el que la devoremos”, pero
él no se atreve, a estas alturas, a verla de nuevo.
Crespo recuerda a los Calatrava como una simpática
anomalía muy propia de la época: “Hablar de su contribución
al cine tal vez resulte excesivo. Hicieron lo que pudieron,
pero su obra fílmica se vio eclipsada por la competencia de
Ozores y compañía, por no hablar de Esteso y Pajares o de
Alfredo Landa, que son mucho tema”. Comparados con ellos,
los hermanos vendrían a ser “la tuna de una época que podríamos
describir, siendo generosos, como extraña y convulsa”.
Andrés Pajares y Fernando Esteso rodaron juntos
9 películas en 5 años.
1983 supuso un punto de inflexión decisivo para
el sector audiovisual en España. Se estrenaron películas como
Entre tinieblas, Carmen, El pico, El crack dos o Juana la
loca… de vez en cuando, pero, muy especialmente, se produjo
un cambio legislativo que trastocaría las reglas del juego
para siempre. Ese año entró en vigor la llamada Ley Miró,
bautizada así en honor a su principal impulsora, la cineasta
madrileña Pilar Miró Romero, a la que el gobierno socialista
de Felipe González había nombrado directora general de Cinematografía.
La ley, tal y como explica el crítico Álvaro
González, “sentó las bases para erradicar un cine que se consideraba
de dudosa calidad y premiar al que pudiese dar visibilidad
al país en el exterior”. El historiador Vicente J. Benet la
describe como “un ambicioso esfuerzo de racionalización y
de financiación” cuyo principal instrumento era “un régimen
de subvenciones anticipadas a los rendimientos en taquilla
que se otorgaba a partir de la presentación de un proyecto”.
Se consideraban subvencionables los proyectos que cumpliesen
con unos criterios de “calidad y profesionalidad” que la ley
no precisaba del todo, por lo que los anticipos se concedían
o denegaban, en última instancia, según criterios discrecionales.
Álvaro González concede que la ley fue un esfuerzo digno,
no exento de buenas intenciones. Pero la considera responsable
del ocaso del cine de terror, fantástico, de ciencia ficción,
paródico, de acción o erótico en una España que pasó a apostar,
al calor de la expectativa de subvenciones, por el celuloide
costumbrista y “de autor”. Como consecuencia de todo ello
“solo sobrevivió un cine de factura académica y los géneros
populares desaparecieron del mapa”. Y eso traería una consecuencia
inesperada en cuestión de muy pocos años: un abrupto descenso
en taquilla de las producciones nacionales. “Muchos españoles
dejaron de ver cine español”.
Pilar Mercedes Miró Romero fue una reconocida
directora de cine, teatro y televisión española. Considerada
una de las pioneras del sector audiovisual de España fue Directora
General de Cinematografía y la primera mujer en dirigir Radio
Televisión Española.
Nuestra industria audiovisual se vio abocada,
según González, a competir en desigualdad de condiciones contra
el todopoderoso cine estadounidense de los ochenta en los
albores de la edad de oro de los videoclubs. Productos como
El E.T.E. y el oto serían, en consecuencia, cantos de cisne,
los últimos de Filipinas de un spanish bizarro cinematográfico
condenado (con excepciones como El robobo de la jojoya, las
películas de Chiquito de la Calzada o la saga Torrente) a
la extinción.
Para Borja Crespo, la Ley Miró, “como casi todo”,
tiene “luces y sombras”. El cineasta vizcaíno considera que
la evolución de la historia del cine a partir de 1983 “ya
nos permite imaginar que determinado tipo de cine popular
no tenía, en ningún caso, demasiado, futuro”. El par de subgéneros
que hoy asociamos a la serie Z española, “el terror de pipas
y la comedia cañí”, habían llegado ya a su punto de saturación.
Crespo añade que “tal vez lo ideal hubiese sido, y sigue siendo,
encontrar un cierto equilibrio a la hora de repartir las ayudas
entre el cine de autor puro y duro y las demandas de los espectadores
menos refinados”. Pese a todo, reconoce que no se trata de
una tarea fácil: “En ese sentido, hay mucha tela que cortar”.
Los hermanos Calatrava, nacidos en la localidad
pacense de Villanueva de la Serena, Manuel (1939) y Francisco
García Lozano (1942) son un dúo de humoristas, parodistas
y cantantes establecidos en el barrio de La Torrassa, en L’Hospitalet
de Llobregat, el gran gigante metropolitano de la periferia
de Barcelona. Allí empezaron su carrera en locales como el
club Pimpinela a mediados de la década de 1950.
Francisco, “el feo de los Calatrava”, llamaba
la atención por una boca grande, de labios carnosos, similar
a la de Mick Jagger, al que ha parodiado en múltiples ocasiones.
Manuel, el guapo (o “el menos feo”) ejercía de payaso blanco,
con su aire de tipo común, sensato y curado de espantos. En
una entrevista reciente con Hernán Migoya y Álvaro Corazón
Rural, los Calatrava aportan detalles insólitos de su biografía,
como la triunfal gira por Extremadura, representando obras
de teatro religioso, que realizaron (presuntamente) cuando
tenían ocho y once años. Manuel asegura que nunca acudió al
colegio y Paco añade que él lo hizo “en horario nocturno”,
pero que le echaban una y otra vez porque “metía moscas en
el tintero y cambiaba la hora de los relojes”. También afirma
que, en cierta ocasión, se perdió por las calles de Barcelona
y su padre, buscándolo desesperado por toda la ciudad, acudió
incluso “al parque zoológico a hacer recuento de monos”.
Al periodista Manuel Román le contaron que su
carrera como francotiradores de la parodia arrancó el día
en que, en una actuación musical perfectamente seria, una
de las primeras que realizaban tras obtener el carnet del
Sindicato de Artistas, “Paco se quedó afónico e hizo que el
respetable se tronchase de risa”. Allí encontraron el filón
que les permitió disfrutar de más de medio siglo de trayectoria
profesional, hasta su última participación en el cine, ¡Soy
un pelele! (2008), a las órdenes del escritor y cineasta eventual
Hernán Migoya.
Sus sucesivos shows en teatros barceloneses
como el Arnau, el Real o el Victoria se recuerdan hoy como
clásicos de la comedia musical de la Transición y álbumes
como Los Hermanos Calatrava cantan en español (1970), Canciones
infantiles para adultos (1978) o La Isla Merengue y la Isla
Culé (1993) forman parte de antologías de la música popular
español más tróspida y desquiciada.
Para Manuel Valencia, los Calatrava fueron,
sobre todo, los héroes de toda una hornada de cinéfilos sin
prejuicios: “La suya fue una época formidable en que se hacía
cine urgente y veloz para que chavales como yo acudiésemos
en tropel a las salas de barrio a inyectárnoslo directamente
en la retina. Fue una época gloriosa que yo recuerdo como
el paraíso adolescente del todo vale. Se pudo hacer aquí en
España un cine de subgénero completamente enloquecido y comercialmente
viable. Se consolidó un star system del cine erótico y del
cine de terror, tuvimos a Paul Naschy y María José Cantudo,
Agatha Lys, Fernando Esteso o Andrés Pajares, bien juntos
y bien revueltos en una demencial coctelera que nos hizo muy
felices”. Con semejante dieta de consumo cultural, remata,
Valencia, “no es extraño que saliésemos como salimos”.
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