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- Agosto - 2024 |
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Rusia
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Desde el mismo momento del triunfo de la Revolución bolchevique
en octubre de 1917, la inmensa geografía de Rusia se vio inmersa
en un clima permanente de guerra que costó millones de víctimas.
Las hostilidades se prolongaron hasta 1923, aunque con intensidad
desigual, y el gobierno revolucionario tuvo que enfrentarse a los
partidarios del antiguo régimen zarista o de una república liberal
apoyados por fuerzas aliadas extranjeras, así como, simultáneamente,
a Polonia y a revueltas locales promovidas por movimientos izquierdistas
y separatistas que surgieron en medio del caos provocado por el
hundimiento del zarismo.
La revolución había triunfado en el centro del viejo Imperio. Moscú,
Petrogrado (así se llamaba San Petersburgo desde finales de 1914)
y las zonas occidentales más industrializadas de Bielorrusia o de
la cuenca del Volga, estaban bajo control bolchevique que, rápidamente
y para asegurar el triunfo de la revolución, tuvieron que claudicar
ante los alemanes en marzo de 1918, firmando la paz de Brest-Litovsk
y entregando extensos territorios.
Soldados del Ejército Blanco desfilan en la ciudad ucraniana de
Járkov.
Pero en las zonas más alejadas del centro, como en el oeste y sur
de Ucrania y en el norte y el este de Rusia, el vacío de poder fue
aprovechado por los contrarrevolucionarios para armarse y sublevarse
contra el nuevo régimen. Con el viejo ejército zarista disuelto,
León Trotski fue encargado –por orden de Lenin– de organizar el
nuevo brazo armado del Estado que debía ser el Ejército Rojo, cuyo
fin era combatir a los enemigos de la Revolución. El núcleo de las
fuerzas revolucionarias fueron los voluntarios bolcheviques de la
Guardia Roja, pero ante su escaso número fue preciso proceder a
reclutar forzosamente a obreros y campesinos. La disciplina era
férrea castigándose con el fusilamiento cualquier vacilación y,
para cohesionar y motivar, se incorporaron comisarios políticos
que debían politizar a la tropa y asegurar su fidelidad y entrega
a la causa revolucionaria. También fueron reincorporados al Ejército
Rojo muchos de los antiguos oficiales del zarismo, más de 30.000,
que eran estrechamente vigilados por los comisarios. Dos años más
tarde ya eran cinco millones los combatientes que formaban el ejército.
Aparte de la gran capacidad organizativa de Trotski que viajaba
a todos los puntos críticos a bordo de su tren blindado, destacaron
en el ejército jóvenes militares como Mijaíl Tujachevski, que luchó
en todos los frentes, así como Mijaíl Frunze, que basaron las operaciones
militares en una gran movilidad y rapidez de desplazamiento de fuerzas,
rompiendo los esquemas estáticos de la I Guerra Mundial.
Soldados del Ejército Blanco desfilan en la ciudad ucraniana de
Járkov.
En contraposición al ejército bolchevique estaba el llamado Ejército
Blanco que, desde mayo de 1918, fue apoyado por hombres, armas y
suministros de una decena de países, fundamentalmente de Gran Bretaña,
Japón, EE UU, Polonia, Grecia y Francia, que sumaron un total de
unos 175.000 efectivos. Las razones eran obvias: el pánico al contagio
revolucionario que en todo el mundo se desató. A diferencia de los
rojos, los blancos estaban encabezados por distintos generales zaristas
que actuaban con excesiva ambición personal y rivalizaban entre
sí, actuando autónomamente en distintos frentes. Eran todos contrarrevolucionarios,
pero tenían distintos modelos políticos, si es que los tenían. Destacaron
Alexander Kolchak, Antón Denikin, Larv Kornilov o Piotr Wrangler.
Contaban con el apoyo de la Iglesia Ortodoxa y de las fuerzas políticas
y económicas derrocadas en octubre de 1917, pero carecían de proyecto
homogéneo y de la disciplina necesaria.
Las primeras acciones de los soldados blancos se desarrollaron
en el Sur, en la cuenca del Don, y en Siberia, logrando avanzar
resueltamente hacia el centro del país en verano de 1918. Fue ese
año en el que alcanzaron más éxitos, logrando conquistar Kazán en
el este, Arcángel en el norte y casi todo el territorio al este
de los Urales. Aparte del apoyo de los aliados, contaban con la
ayuda de la Legión Checoslovaca, unos 60.000 hombres que habían
luchado contra los imperios centrales incorporados en el ejército
zarista y que ahora apoyaban a los blancos. En un intento de organización,
desde noviembre de 1918 fue elegido como mando supremo el almirante
Kolchak, que demostró sus cualidades militares.
Uno de los organizadores clave de la Revolución de Octubre, León
Trotski conversando con oficiales del Ejército Rojo.
Precisamente los importantes avances de los blancos habían llevado
a los bolcheviques a asesinar a la familia real que estaba confinada
en Ekaterimburgo en julio de ese año. Según sus planteamientos,
no podían permitir que el zar Nicolás II, ni ningún otro pariente,
fuese liberado para representar una bandera que aglutinase al enemigo
y que fuese reconocido como gobernante legítimo por las potencias
extranjeras.
En primavera de 1918, los británicos habían desembarcado en el
norte Ártico, en Arcángel, los japoneses y norteamericanos en Vladivostok,
y los franceses y griegos en Crimea, con las claras intenciones
de ahogar la Revolución. La intervención que acometieron desde el
verano la disfrazaron con dos pretextos. El primero fue impedir
un supuesto avance alemán que les permitiese hacerse con importantes
arsenales. El segundo, alegar que lo hacían aceptando la invitación
que recibieron por parte de los sublevados en la lucha contra los
bolcheviques, a los que las potencias occidentales no reconocían.
Su ayuda permitió a los blancos los grandes avances de 1918, pero
a partir de 1919 su empuje fue debilitándose. Rusia era inmensa
y llena de barreras orográficas y climatológicas de las que casi
no había planos topográficos, lo que impedía un rápido avance hacia
los centros de poder revolucionarios. Además, mientras el Ejército
Rojo iba creciendo en efectivos, disciplina y experiencia, los blancos
se veían incapaces de lograr ningún éxito decisivo, por lo que los
aliados occidentales comenzaron a reducir su ayuda. Las rivalidades
entre los líderes contrarrevolucionarios no cesaban y también despertaban
rechazo en gran parte de la población por los abusos cometidos.
Además, las distintas potencias comenzaron a desconfiar sobre las
verdaderas intenciones de algunos de ellos.
En 1921, fracasó el alzamiento de los marinos soviéticos (en la
foto) en la fortaleza báltica de Kronstadt.
Especialmente sospechosas eran las maniobras de griegos, rumanos,
polacos y, sobre todo, de los japoneses que habían enviado nada
menos que 75.000 soldados a Siberia. Ante tal despliegue, Francia,
Gran Bretaña y EE UU sospechaban que buscaban simplemente una expansión
territorial hacia la costa rusa, lo que ponía en jaque el equilibrio
de fuerzas surgido tras la I Guerra Mundial. Por si fuera poco,
comenzaron a proliferar movimientos de protesta entre los obreros
y estibadores de Gran Bretaña, Francia y EE UU, que se negaban a
enviar suministros a las fuerzas destacadas en Rusia, y más tras
los sufrimientos que había supuesto la Gran Guerra. En aquellos
momentos la Revolución soviética despertaba una evidente simpatía
en todo el movimiento obrero mundial, lo que hacía cada vez más
impopular la intervención militar. Mantenerla, y más sin una clara
perspectiva de un fin rápido de la guerra, era alimentar el prestigio
de la causa bolchevique en Occidente, por lo que la intervención
podía lograr los objetivos totalmente contrarios a los que se pretendían
en un principio. Por todo ello y paulatinamente, desde mayo de 1919,
los aliados fueron disminuyendo la ayuda y, ante las victorias bolcheviques,
se fueron limitando a dar apoyo a la evacuación de los restos derrotados
del Ejército Blanco, lo que culminó a lo largo de 1920.
Temerosos de que el movimiento revolucionario se extendiese, Gran
Bretaña y Francia enviaron efectivos a Rusia para combatir a los
revolucionarios. Abajo, desfile de los aliados en la ciudad de Arcángel.
Precisamente en enero de ese año las potencias occidentales pusieron
fin al embargo de mercancías y alimentos que, hasta ese momento,
habían decretado sobre el régimen comunista, comenzando a aceptar
la evidencia de que los bolcheviques ya no podrían ser derribados
del poder por la fuerza. Poco después, en marzo de 1921, británicos
y turcos rubricaron con Moscú acuerdo comerciales y de amistad.
Al final sólo quedaron en suelo soviético japoneses y polacos, los
más interesados en una extensión territorial a costa de la vieja
Rusia, aunque en 1922 también se retiraron.
El endurecimiento de la represión zarista anticipó la caída del
Imperio Ruso. Mientras los movimientos revolucionarios europeos
de 1848 comenzaban a florecer en Rusia, la policía del autárquico
gobierno zarista endurecía sus acciones, intentando frenar cualquier
atisbo de protesta o revuelta.
Polonia había vuelto a emerger como Estado independiente tras la
I Guerra Mundial y el hundimiento de la Rusia zarista alentó en
ella el sueño de recuperar añorados territorios en el Este. Aprovechando
la Guerra Civil rusa, a principios de 1919 había avanzado conquistando
Minsk, zonas occidentales de Ucrania y parte de las costas bálticas.
En un principio, Lenin llegó a ofrecer a los polacos estos territorios
si le ayudaban en la guerra contra los blancos. Pero Polonia tampoco
confiaba en estos porque temía las ambiciones imperialistas de los
zaristas en caso de victoria, por lo que se limitó a consolidar
sus conquistas en Rusia sin apoyar a la coalición internacional
anticomunista.
Pero en 1920, tras la derrota casi completa del Ejército Blanco,
los bolcheviques pudieron centrar sus esfuerzos contra los polacos
para tratar de recuperar los territorios perdidos e, incluso, extender
la revolución hacia el Oeste ocupando toda Polonia. Sin embargo,
adelantándose a los planes soviéticos, en abril atacaron y ocuparon
Kiev con la ayuda de parte de los ucranianos. No obstante, la población
local estaba dividida en sus simpatías, porque temían por igual
a los dos imperialismos, el ruso y el polaco. El contraataque del
Ejército Rojo en junio consiguió reconquistar la capital, pero a
costa de un enorme número de bajas y la destrucción masiva de cosechas
e infraestructuras.
Desfile bolchevique en Kiev.
Esta campaña desarrollada en suelo ucraniano tuvo una clara faceta
de guerra civil, incluyendo cambios de bando y numerosas deserciones,
por lo que inmediatamente adquirió grandes dosis de crueldad. Los
polacos y sus aliados locales practicaron una política de tierra
quemada en su retirada, destruyendo parte de las infraestructuras
de Kiev y asesinando a comunistas ucranianos que habían caído en
sus manos. La actitud de las fuerzas soviéticas en su avance no
fue mejor y, lo mismo que sus enemigos, perpetraron asesinatos en
masa sobre pueblos y comunidades acusadas de traidoras y de colaboracionistas.
Los judíos fueron víctimas de ambos bandos y el resultado final
fue que decenas de miles de civiles fueron asesinados. La ofensiva
soviética se lanzó después sobre Polonia y en agosto estaban ya
a las puertas de Varsovia. Los polacos tuvieron que retroceder y
centrarse en la defensa de la ciudad que parecía perdida. En la
batalla se enfrentaron más de 100.000 hombres por bando y todo parecía
decantarse del lado soviético, pero los servicios de información
polacos sabían con anticipación todos los movimientos de su enemigo.
Desde febrero de 1917, el movimiento bolchevique, con Lenin a la
cabeza, mantuvo en jaque al gobierno provisional, derrocado ocho
meses después.
Este factor, junto con el agotamiento de las tropas rusas y el
exceso de confianza de sus mandos y las rivalidades que surgieron
entre ellos, provocó que el ataque sobre Varsovia fracasase y que
los polacos pudiesen volver a la ofensiva con éxito. La derrota
soviética fue total y todas sus unidades tuvieron que retirarse
tras sufrir graves pérdidas. En octubre de 1920, los polacos ya
habían penetrado, de nuevo, en Bielorrusia y en Ucrania los nacionalistas
antisoviéticos volvieron a sublevarse y expulsar a los comunistas
de la parte más occidental del territorio. En ese mismo mes se firmó
el armisticio que ponía fin a la guerra. Se volvía en buena medida
a las fronteras pactadas en Brest-Litovsk, perdiendo Polonia los
territorios bielorrusos y ucranianos que recientemente había conquistado,
pero consolidando su independencia. Ambos ejércitos estaban agotados
y habían sufrido enormes pérdidas, por lo que era hora de lamerse
las heridas. La única variación se dio en Ucrania, en donde los
soviéticos volvieron a expulsar por completo a los nacionalistas
ucranianos apoyados por Polonia. Al final de la guerra, cada bando
había sufrido unas bajas similares, unos 60.000 muertos y el triple
de heridos por ejército. Pero una vez más fue la población civil
la que sufrió las consecuencias de una contienda que fue en gran
parte civil y que afectó a eslavos que, de golpe, vieron como cambiaban
de nacionalidad sin saberlo ellos ni sus campos de cultivo; decenas
de miles de polacos, rusos, lituanos, ucranianos… fueron asesinados
por el mero hecho de ser católicos, judíos u ortodoxos, o hablar
una lengua u otra, o murieron víctimas del hambre y enfermedades
desatadas tras la quema de cosechas o matanza de ganado.
Soldados antibolcheviques procedentes de Japón, en una misión militar
en Siberia.
Pero la paz no llegó a la nueva Unión Soviética. No sólo debido
a la resistencia contrarrevolucionaria, sino también a las enormes
hambrunas que se desataron entre la población civil debido a la
guerra. Nada más llegar al poder, Lenin impuso el comunismo de guerra,
que destinaba todos los recursos a alimentar al ejército y a las
grandes ciudades, controlaba la producción, y prohibía toda huelga
o protesta que la dañase. Igualmente se impusieron masivos reclutamientos
forzosos que debían permitir al Ejército Rojo frenar la amenaza
de los blancos. Todo ello creó un enorme descontento entre los campesinos
que sufrieron una hambruna generalizada y que también se extendió
a los obreros urbanos.
Una familia empobrecida de Samara, en el suroeste de Rusia.
El resultado fue la consecución de numerosas huelgas y motines
que estallaron por todo el territorio, dando argumentos a los ejércitos
que seguían luchando contra los bolcheviques. Todo el territorio
al este de los Urales y al sur eran vastas extensiones propicias
para que señores de la guerra ambicionase controlarlas mediante
la proclamación de ficticias repúblicas independientes. En las zonas
siberianas de Oriente, fronterizas con China y Mongolia, generales
rebeldes prosiguieron su lucha contra Moscú a pesar de que el grueso
de los ejércitos blancos ya había sido derrotado. Japón, ansioso
de conquistas territoriales, fue su principal sostén. Pero, nuevamente,
la falta de coordinación entre ellos y sus excesos ante la población
civil les hizo perder apoyo facilitando que los soviéticos fuesen
sofocando una a una las rebeliones. Aun así, hasta junio de 1923
restos de los ejércitos blancos y de rebeldes siguieron desafiando
el poder central en continuas insurrecciones, confiando en un apoyo
de Japón. Finalmente, la presión de las potencias occidentales obligó
a los nipones a dejarles a su suerte, y los que no pudieron escapar
acabaron ejecutados.
También en los territorios de Asia central y del Cáucaso, en donde
la población era mayoritariamente musulmana, estallaron rebeliones.
El factor religioso y la difícil integración en la sociedad rusa
fueron un factor añadido a los motivos de las revueltas, por lo
que tampoco sintonizaron con los blancos. A pesar de que los soviéticos
lograron controlar las ciudades a finales de 1920, las guerrillas
prosiguieron su hostigamiento recibiendo apoyo de tribus turcas,
persas y afganas, logrando incluso conquistar Samarcanda en 1922.
No obstante, al año siguiente los soviéticos, mediante una política
tolerante hacia los nativos y efectuando concesiones sociales y
económicas, lograron aislar a las facciones más radicales acabando
con sus actividades definitivamente en 1924, debiendo éstas refugiarse
en Afganistán. Sin duda, la implantación de la NEP (Nueva Política
Económica) a finales de marzo de 1921, que permitía a los campesinos
quedarse con parte de la producción, fue determinante para rebajar
la tensión social y consolidar a los comunistas en el poder.
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